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Foto del escritorLlamas, J.M.

El señor Fatuo

Actualizado: 1 may 2021


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– ¡Espíritu, no quiero ver más! -dijo Scrooge-.

Llévame a casa. ¿Por qué te complaces torturándome?

Charles Dickens, Cuento de Navidad.

El señor Fatuo despertó un rato antes de la cena. Era una noche grande: la velada de Nochebuena, un momento de familia, de disfrutar de la comida y la compañía, de reunión de todos, o al menos de todos los que podían reunirse. Se desperezó, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Allí estaba su mujer, preparando el pavo al horno, cuyo olor intenso daba al ambiente, si cabe, un toque más casero. Tras un efusivo saludo comenzó a montar la mesa, una labor ardua en aquella ocasión tan especial.

El señor Fatuo abrió el primer cajón del mueble de la cocina y lo miró con extrañeza. Nada estaba en su sitio: cucharas en lugar de cuchillos, cuchillos en vez de tenedores, cucharillas de postre donde debían estar los cazos y los abridores… ¿Había sido su mujer, en un intento de cambiar algo más que el menú? No, aseguró ella. ¡Vaya! ¡Qué extraño!, pensó el señor Fatuo.

Mientras sus hijos iban terminando de vestirse para la ocasión, en el piso de arriba, el señor Fatuo fue colocando cubiertos, platos, vasos, servilletas encima del mantel, y un candelabro en el centro de la mesa para iluminar tenuemente la íntima escena. Conectó el televisor, invitado de honor en noche tan especial, y dio a sus hijos un aviso, alzando la voz, para que se dieran prisa. El pavo debía estar casi a punto.

Volvió a entrar en la cocina. Los abundantes entremeses se encontraban primorosamente distribuidos en sendas bandejas plateadas. Haciendo gala de su afición a la hostelería, agarró ambas con soltura y las condujo al lugar del banquete. Se podía palpar la perfecta organización de una perfecta noche, en familia, y comenzaba a sentir la extraña satisfacción de encontrarse al frente de tan digno grupo de individuos como el suyo: su bella mujer y sus tres pulcros hijos.

De repente, se fijó en el mantel: había una mancha negra, pequeña, en una de las esquinas. No recordaba haberla visto ahí al colocar los platos. Ya no había tiempo de cambiarlo por otro. Contrariado, puso encima un cenicero dorado que había en el mueble bar.

El señor Fatuo se volvió. Su mujer estaba apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, quitándose el delantal, mirándolo con arrebatadora pasión. Sin duda era el momento, mientras los hijos bajaban las escaleras, de un poco de pasión. Se llegó a ella, la cogió entre sus brazos, ofreciéndole su masculina seguridad, y la besó en la boca largamente.

No había tiempo para más: los vástagos bajaban, firmes, al salón. La pareja entró en la cocina para sacar el plato principal del horno. El señor Fatuo cogió la botella de vino de reserva, acorde con todo lo demás; la abrió y la llevó a la mesa. Aunque no seamos ricos, esta noche no puede falta de nada, pensó.

Desde la cocina se escuchó un grito, y la botella cayó al suelo. Desde el salón se escuchó otro grito, mientras se abría el horno.

La mesa estaba vacía, y solo el mantel, con una gran mancha negra, y el candelabro encendido, con velas oscuras y llamas sanguinolentas, permanecían encima. El señor Fatuo miraba incrédulo. ¿Sus hijos? ¿Habían sido sus hijos? Pero él los escuchaba bajar las escaleras. No habían tenido tiempo. O quizás sí. No había otra explicación. Una mirada de inmenso odio al verlos aparecer en el descansillo expresó su determinación: alguien tiene que pagar esta escena absurda.

La mujer, dentro de la cocina, no podía entender cómo el pavo estaba aún crudo. Crudo y, sin embargo, ennegrecido. El horno había estado encendido, ella había comprobado la cocción, pero aquello era una negra masa de carne fría por cocinar.

El señor Fatuo enarcó las cejas y miró al suelo, lleno de cristales y de vino. El vino de reserva. Derramado. Sus hijos terminaron de bajar las escaleras. Ya estaban en el salón. Al volver a dirigir la vista hacia ellos, mientras levantaba el dedo índice autoritariamente, quedó petrificado por el miedo: vio tres rostros desencajados, de ojos grises y miradas demoníacas, tres figuras vestidas de negro que se dirigían a él envueltas en jirones de niebla escarlata, susurrando algo en un lenguaje ininteligible. La televisión era lo único que aún seguía inmutable, hablando de sentimientos románticos y colorista felicidad filantrópica.

________

El señor Fatuo despertó, bañado en sudor. El corazón le latía desenfrenadamente. Se incorporó en la cama. Todo había sido una pesadilla, al fin y al cabo. Respiró con dificultad, intentando tranquilizarse. Se levantó. Dio unos pasos por la habitación. Su mujer estaba dormida. Necesitaba despertarla y contarle lo que había soñado. Se acercó y le tocó las mejillas con el dorso de la mano. Ella abrió sus ojos grises, lentamente, y lo observó con aquella fija mirada demoníaca.


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