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Cuentan que, entre todos los animales del bosque, se hizo un concilio para ver cómo podían limar las diferencias y unirse en un mismo pensar y sentir, para así poder progresar y hacer progresar el propio bosque. Y eso hicieron, querido lector, después de haber reflexionado seria y largamente sobre los pros y contras de tal evento.
Comenzaron, pues, a convocar a los especímenes más sobresalientes de cada una de las especies autóctonas, y una buena tarde, tras arduos estudios y difíciles elecciones no desprovistas de cierta tensión, se vieron, bajo el árbol más grande, todos los elegidos. Y discutieron aquel día, y el siguiente, y el siguiente al siguiente. Porque, claro está, el zorro, que era el animal más sagaz, no estaba dispuesto a abandonar su sagaz forma de pensar para acercarse al lobo, que quería aportar una manera más comunitaria de plantear la caza, algo que no parecía, por razones obvias, del todo correcto a la cabra montés, que quería imponer a fuerza de cornadas su estilo ágil de solucionar problemas varios. Y es que, querido amigo, las cosas se complicaban cuando el águila quería que fuese su visión del mundo, grandiosa y completa, la que se tuviera en cuenta, en contra de las aspiraciones del ratón, que creía que había que fijarse mucho más en las pequeñas cosas escondidas entre las hierbas. Y así estuvieron discutiendo más tiempo, mucho más, del que tardó en echar los frutos el árbol a cuya sombra se cobijaban.
De repente, se oyó un carraspeo profundo. Todos los genios animales callaron. El gran árbol se movió y dijo, con tranquilidad:
– Amigos del bosque: eso que discutís está muy bien, pero tengo el deber de deciros que nuestra casa común se está quemando.
Los animales se miraron entre sí y, todos a una, corrieron a apagar el fuego.
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