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Foto del escritorLlamas, J.M.

El Príncipe de Plata

Actualizado: 1 ene 2022


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Hola. Me llamo Íñigo Montoya.

Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.

Íñigo Montoya. La Princesa Prometida.

Atardecía en la linde del bosque. El carromato arrastraba pesadamente sus ruedas de madera sobre el puente levadizo, con un rítmico traqueteo entre madero y madero. El guardia, que estaba ya preparándose para el cambio de turno, les dio el alto.

– ¿Quién va?

– Provisiones para el castillo -contestó el conductor, un arriero de barba descarriada, sombrero de paja y amplia panza.

– Voy a echar un vistazo -repuso el guardia, lanza en mano.

– Como quieras. Te vas a aburrir, pero yo no tengo ninguna prisa, amigo -respondió el tranquilo cochero, tirando de las riendas para detener a los bueyes.

– Ni yo más remedio -replicó, de mala gana, el guardia.

La revisión fue tan breve como superficial: grano, fruta, harina, carne de venado, cuatro o cinco toneles de vino, y cerveza. Tras tomar un par de racimos de uva, le dio el pase y se levantó la puerta de hierro. A los pocos segundos, la carreta, de nuevo en movimiento, entraba en una de las callejuelas que se extendían a los pies del castillo. Cuando el conductor vio que estaba lo suficientemente lejos, tiró nuevamente de las riendas. Protestando, los bueyes detuvieron el paso.

– Amigo, ahora o nunca -susurró el arriero, mirando hacia atrás de reojo.

Tras tres golpetazos, saltó la tapa de uno de los toneles de vino. Poco después se levantó una encapuchada figura de negro, que salió de su escondrijo y sacó de entre las maderas de la estructura del destartalado transporte un arco, un carcaj y una espada.

– Gracias, amigo. Dios te lo pague.

– Vale, pero no te olvides de coger el tonel de vino que te escondía. Imagina lo que me pasaría si se descubriera que le llevo al Príncipe de Plata un barril vacío.

– Peor será cuando el Príncipe de Plata descubra lo que iba dentro -susurró el encapuchado.

– O lo que se queda fuera. Tira, y suerte.

– Nos vemos.

– Confío en ello.

El desconocido envuelto en la capa tapó el tonel vacío, cargó con él y lo dejó más allá, detrás de unos haces de leña. Luego se dirigió de nuevo a la puerta del muro. El guardia del puente levadizo acababa de entrar. Ya había dejado todo listo para el cambio de turno. Su sustituto todavía no había llegado. Con sigilo, el encapuchado se ocultó en la habitación donde se encontraba el sistema de elevación de las puertas del muro.

Como esperaba, al poco tiempo llegó el nuevo centinela, bostezando distraído. El ataque lo cogió por sorpresa. Golpe certero en la nuca, y caída a plomo. El encapuchado lo ató y amordazó con denuedo, cogió la manija del sistema que levantaba y cerraba el portón de hierro, y la hizo rodar hasta dejar una abertura de cuatro palmos, invisible después de la puesta de sol para cualquiera que no estuviera lo bastante cerca. Luego subió a lo alto de la muralla, sacó un silbato y sopló un prolongado y preciso signo convenido.

Se movió rápido, mientras las sombras se adueñaban de los colores y se encendían las primeras luces de la noche, hasta la base de una de las torres de la fortaleza. Sacó del carcaj un ovillo de hilo, ató a uno de los extremos la garra de hierro que llevaba al cinto, bajo la capa negra, y lo lanzó sobre la gárgola que vigilaba desde la cima. Se aseguró de que estuviera bien asido a las fauces de la escultura, y subió con pasmosa agilidad hasta una ventana situada hacia la mitad de la atalaya.

Bajó los escalones de dos en dos, hasta un corredor largo lleno de tapices iluminados por antorchas. Prendió fuego a uno de ellos y corrió hasta el otro extremo del pasillo, ocultándose detrás de una de las estatuas ecuestres que hacían de pórtico hacia la siguiente estancia. Como había previsto, pronto se corrió la voz de alarma a causa del incendio, que se extendía con avidez consumiendo los lienzos. Comenzaron a llegar guardias, sirvientes y caballeros que en vano intentaron apagar las llamas. Pronto sonó la campana. El encapuchado aprovechó el momento de confusión para seguir su camino.

Un enorme griterío subió desde el pueblo al pie del castillo. Al parecer, había extraños atacando a la población. El Cuerno de la Batalla dejó oír su ronquido, y una parte del ejército del Príncipe de Plata fue convocada para defender las posesiones del líder.

El encapuchado bajaba aprisa hacia la Capilla Real. Debía impedir aquel rito por todos los medios. Una flecha le pasó rozando un brazo. Se volvió: desde uno de los pasillos del piso superior, justo frente a su posición, un guardia le acababa de disparar, errando el blanco por milímetros. Sacó su arco de debajo de la capa, agarró una flecha, tensó y soltó. La saeta voló silbando por entre los huecos de la lámpara que colgaba en mitad de la estancia, atravesó la mano que intentaba cubrirse y se hundió entre los dos desesperados ojos del arquero enemigo.

Justo a la entrada de la capilla encontró a un sacerdote, tirado en el suelo. Se desangraba.

– ¡Padre Luis! ¡Aguante, padre Luis!

– No he podido… evitarlo. Corre… No te pares… Lo mío ya no tiene remedio… Vamos…

El encapuchado besó al cura exánime en la frente, recogió el arco, que había dejado a un lado para asistirlo, y siguió corriendo.

Cuando los caballeros llegaron a la plaza del pueblo encontraron una jauría de hombres y mujeres armados con hachas, cuchillos, piedras, palas, picos o cualquier cosa que pudiera golpear. Entre ellos, algunos envueltos por completo en mantos negros sostenían espadas, arcos, lanzas o martillos. En el tiempo que los soldados habían tardado en organizarse, los que estaban invadiendo aquellas tierras animaron a los habitantes de dentro de los muros para que se levantaran contra los moradores del castillo.

Con un grito estentóreo, comenzó el combate. Volaron las piedras, las saetas, los caballeros se abalanzaron contra el pueblo sin juzgar las consecuencias de sus actos, y la plaza se convirtió en un sangriento campo de batalla. El arriero abrió un tonel, lleno de pez, lo lanzó contra los soldados y corrió en dirección contraria. Uno de los ocultos atacantes de negro arrojó un trozo de tela ardiendo.

El encapuchado encontró la capilla vacía. Corrió hacia el otro extremo. Desde uno de los laterales, un grito lo sorprendió. Se volvió, justo para ver a aquel extraño ser blandiendo una gigantesca guadaña. Intentó apartarse, pero el arma le alcanzó en una pierna. Cayó al suelo y rodó.

– ¡Ya es tarde! ¡Está hecho! -gritó el monstruoso ser.

– Cállate.

– Cállame tú, si te atreves.

El encapuchado desenvainó desde el suelo. Luego dio un salto hacia atrás, para evitar el movimiento mortal de aquel engendro demoníaco de ojos rojos. Su piel blanca brillaba en la penumbra con un plateado gris.

– No puedes nada contra mí -farfulló.

Por suerte, la guadaña solo le había rozado. Sangraba, pero no abundantemente. Evitó los precisos movimientos del arma del enemigo, que medía más de siete pies, pero no su puño, que se hundió entre las costillas y lo dejó tumbado en el suelo, boca arriba. El gigante se colocó de un salto sobre el caído, le puso una rodilla en el pecho y bajó el gigantesco filo, dispuesto a decapitarlo.

No vio el acero que, a la velocidad del rayo, se coló bajo su armadura, atravesándole el vientre hasta la empuñadura. Con un espasmo, el monstruo cayó hacia un lado, retorciéndose. El encapuchado sacó la espada del cuerpo.

– Yo no puedo nada, pero esta sí. Estúpido.

Después de hundir nuevamente el hierro atravesando la coraza y el pecho del moribundo, el encapuchado continuó corriendo, con la manga chorreando sangre negruzca. Sabía exactamente dónde tenía que ir. No estaba seguro de poder llegar antes del fin.

Los soldados del Príncipe se batían valerosamente, pero ya se había corrido la voz de que aquellos que debían proteger al pueblo estaban masacrando a los más débiles. Cada vez que mataban a uno, tres lo sustituían. Acudían a la lucha ancianos, jóvenes, mujeres y hombres. Al frente, los extraños enemigos envueltos en capas negras hacían estragos entre los huecos de las brillantes armaduras plateadas. Los caballeros se colocaron en semicírculo, tratando de defender la entrada al castillo.

El encapuchado de negro subió raudo hasta las estancias del Príncipe de Plata. Le llegaban, desde lejos, los gemidos de una mujer. Una docena de guardias cayó, primero bajo sus certeros dardos y luego bajo los tajos de su espada, en el camino.

Al fin, alcanzó la enorme puerta de madera oscura. Estaba atrancada por dentro. Intentó abrirla a empellones. Era inútil. Dentro continuaban oyéndose lamentos y gritos de auxilio.

Los diez últimos defensores del castillo intentaban resistir hombro con hombro, pero la fuerza del gentío era descomunal. Llegaron algunos guardias para unirse a la defensa. Pronto se dieron cuenta de que la fortaleza estaba perdida, y los gritos ofrecían el porqué: ¡asesinos! ¡Habéis violado a nuestra mujeres! ¡Habéis matado de hambre a nuestros niños! ¡Habéis utilizado en vuestras guerras a nuestros jóvenes! ¡Muerte al tirano!

Los soldados trataron de salvar sus vidas. Se rindieron, y ofrecieron sus armas. Los encapuchados las recogieron, y después desvelaron sus rostros. Todos, derrotados y victoriosos, elevaron un clamor de asombro al ver aquellas caras de miradas justicieras.

El cierre de la puerta se rompió, y el encapuchado entró volando, asido a una cuerda. Aterrizó dando tumbos en el colchón, en mitad de la estancia. En una esquina, una joven desnuda trataba de zafarse de las manos del Príncipe de Plata, que la arrastraba por la cabellera. Cerca, un clérigo cargado de ornamentos leía un extraño libro de conjuros en una antigua lengua rúnica.

– Vaya, no sabía que se había convertido en brujo, su eminencia -dijo, sorprendido, el encapuchado-. La curia le ha hecho abrazar al diablo.

El clérigo calló, mirando aterrorizado al recién aparecido. El Príncipe, sin dejar de arrastrar a la joven, gritó:

– ¡Mata a ese hijo de mala ramera! ¡Y termina el conjuro antes de que salga la Luna!

El clérigo no se movió.

– Déjala. Y enfréntate a tu destino -espetó el encapuchado, señalando al Príncipe.

– ¿Qué? ¿Es que tengo que hacerlo yo todo? -preguntó este, dando una patada a la chica- Está bien, te mataré antes. Tengo tiempo. Después ella me dará a la Criatura de Luzbel, y todo el Poder será mío. ¿Preparado para morir, fantasma?

– Desde hace mucho tiempo. ¿Y tú? -contestó, con extraordinaria seguridad, el desconocido envuelto en negro.

El Príncipe, bien pertrechado con armadura y casco, sacó su espada. El encapuchado saltó del colchón, blandió la suya y atacó con furia. El duelo se prolongó, mientras la joven, libre de su presa, desnuda como estaba, se abalanzaba sobre el satánico clérigo y lo golpeaba, gritando, con todas sus fuerzas. Las espadas restallaban entrechocándose, golpeaban las paredes mientras los contendientes se desplazaban dando mandobles por toda la estancia. El cansancio acumulado hacía mella. Pronto comenzaron a caer goterones de sudor desde la barba del Príncipe, bajo el casco. Los gritos y gemidos se sucedían al ritmo de los golpes sobre el contrario. Un movimiento certero abrió un corte en la piel del abdomen del Príncipe.

Al fin, tras un giro hacia la izquierda y un fuerte choque de metales, la espada cayó de las manos del encapuchado. El Príncipe, riendo atronadoramente, se sintió vencedor. Esa fue su perdición. Mientras miraba hacia arriba y levantaba con parsimonia el acero para el golpe final, el enemigo oculto rebuscó en el carcaj, sacó la última flecha y, lanzándose contra el cuerpo del Príncipe, le clavó el dardo en el cuello.

Trastabillando este, cayó de rodillas. La sangre salía a borbotones y se extendía por el plateado peto. El encapuchado, poniéndose en pie, levantó el casco del Príncipe, que se apretaba el cuello con ambas manos.

– Y ahora, contempla mientras mueres.

Se quitó la capucha, y el rostro del Príncipe se contrajo en una mueca de asombro y odio.

Los ojos de Inés lo miraron fijamente. La cicatriz que él mismo le había hecho, cuando aún era una niña, atravesaba su hermoso rostro sudoroso.

– Y púdrete mientras me contemplas.

– Quince años… esperando… -balbuceó, entre estertores.

La vista se le nubló mientras trataba de proferir un último grito, un solo susurro ahogado. Luego cayó rostro en tierra, sin vida.

Inés se dirigió a la joven desnuda.

– Vamos, Blanca. Vístete, y salgamos de aquí.

– Gracias, hermana -dijo la muchacha, con las manos manchadas de sangre.

Mientras el clérigo gritaba de dolor, sangrando por el hueco de los ojos recién arrancados, las dos jóvenes fueron a reunirse con las demás encapuchadas.

Había pasado mucho tiempo. Al fin, tras años de lucha oculta, estaba libre la última de las cautivas de la masacre de la Aldea de Laguna Negra.

Se había hecho justicia. Aquella noche lejana, los gritos de las niñas que veían morir ejecutadas a cuchillo a todas sus familias alcanzaron el cielo. Esta noche, por primera vez en quince años, habría fiesta. A la luz de la Luna.


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