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(Basado en la película “Al Límite", de Martin Scorsese).
Les voy a contar un pequeño cuento. Un cuento acerca de un hombre que descubrió que su vida tenía sentido, y hacia dónde estaba dirigida, de la forma más extraña que imaginarse pueda: al límite de la locura.
Conducir una ambulancia en mitad de la noche puede ser un empleo duro para cualquiera que no esté llamado a ello. Aquel hombre lo estaba, aunque no sabía por qué. Quería salvar la vida de los que encontraba a su paso, y saludaba el día con lágrimas de emoción cada vez que alguien vivía gracias a su pericia. Era un dios, un auténtico dios en mitad de las calles de la ciudad, y miraba con ojos orgullosos cada esquina, pensando que aquella noche podría salvar un paciente en un rincón cercano.
Pero cuando vuelves a recoger al muchacho que salvaste hace una semana, con una sobredosis, para llevarlo a una cámara frigorífica, cuando el mismo borracho cae en tu camilla una vez, y otra, y otra más, cuando la prostituta enferma de SIDA te implora que acabes con ella y sabes que, por mucho que dure, la verás morir tarde o temprano en una de esas esquinas que esperabas redimir, no quieres ser un dios. Quizás porque no hay orgullo que enseñar, ni trofeos que levantar. Quizás porque la realidad es que no puedes ser dios, ni salvar a nadie, ni siquiera a ti mismo.
Y el hombre de la ambulancia nocturna, en aquel impreciso momento, perdió el sendero que lo había conducido hasta allí, y se deslizó hacia la oscuridad más honda en busca de algo que lo hiciera encontrarse consigo mismo, o huir de aquella sensación de fracaso en la que se había convertido su noche.
Fue entonces cuando encontró, una vez más, al chico de calle Carreterías tumbado en la acera y, al acercarse, se dio cuenta de que era una persona. Lo miró a los ojos, y vio su propio sufrimiento reflejado en el vacío de la heroína que infestaba aquellas pupilas. Y comprendió, por primera vez, que no podía salvar a aquel chico, pero sí había algo que nadie más que él, en aquel momento, haría: sufrir con él. Acompañarlo por el precipicio al que se había arrojado, para que no se encontrara solo en el fondo. Escuchar lo que aquel alma infeliz tenía que contarle, y llorar en silencio las lágrimas que él ya no tenía.
Entonces descubrió, en el brazo del chico, un tatuaje de un grupo de música del que sabía un par de canciones. Cogió al chaval en brazos y, mientras se dirigía a la ambulancia, tarareó una de aquellas melodías.
Fue, queridos lectores, la primera noche que vi a Dios. Me llevaba en brazos, cantando, por Calle Carreterías.