La última parada
- Llamas, J.M.
- 30 may 2017
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 1 may 2021

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El autobús llega a la parada de la estación María Zambrano. Once y media de la noche. Se abre la puerta. Al otro lado, una mujer se retira un mechón de pelo que le oculta la agotada mirada, se agarra al tirador y pregunta:
- Buenas noches, señor. ¿Me puede decir si para en el camino Viejo de Churriana?
El conductor no responde. Simplemente la mira, con ojos perdidos.
- ¿Perdone, señor? -repite la mujer.
- Disculpe, estaba distraído -dice el hombre, volviendo en sí de repente-. ¿Me decía?
- Preguntaba si tiene parada en el camino Viejo de Churriana, por la avenida Europa. Es que es la primera vez que cojo este autobús, y…
- No se preocupe usted, señora. ¡Es la última parada del último autobús del día! Adelante, suba, suba -contesta el conductor, con repentino buen humor.
- Muchas gracias -dice la mujer, mientras sube. Se cierran las puertas-. Nos hemos cambiado de barrio hace unos días, y todavía no controlo bien las cosas.
- ¿Se han cambiado? -pregunta el conductor, mirando hacia atrás, a los asientos vacíos- ¿Usted y quién más? Por lo que veo, estamos los dos solos.
- Y mis dos hijos -dice la mujer muy seria, entornando los ojos-. Me estarán esperando en el piso. No estoy de humor para chistes, ¿sabe?
- Perdone usted -se disculpa el conductor-. Es que a estas horas uno está acostumbrado a todo: desde jóvenes que vuelven o salen de fiesta, hasta personajes que hablan con amigos invisibles. No quería yo meterme en su vida, señora.
- Perdóneme usted a mí -se excusa la mujer-. Es que llevo un día de perros, que no se lo desea uno a nadie. Por cierto… -la mujer busca algo dentro del monedero-, me parece que no tengo suelto. Lo más pequeño que llevo son estos diez euros.
- Pues verá -le responde el conductor-, si fueran las doce del mediodía y esto estuviera atestado de gente, posiblemente tendríamos un problema: ya sabe, no se admiten billetes. Pero, por ser usted, le voy a dar cambio y todo. Me ha caído bien, señora.
- Vaya. Pues no será por la contestación que le he soltado, ¿eh? -dice la mujer, sonriendo imperceptiblemente.
- No. Es porque viene usted de un barrio de gente buena. Pero buena, buena -responde el conductor, sacando calderilla de la caja mientras el semáforo se pone en verde.
- ¿Cómo dice? -pregunta la mujer, con inquietud- ¿De qué barrio cree usted que vengo?
- Ahora mismo, a estas horas de la noche, no sé, la verdad -contesta el conductor, muy tranquilo-. Pero el de origen, en el que nació, lo tengo muy claro.
- ¿Y eso?
- Porque es el mismo que el mío, señora -responde el conductor, guiñándole un ojo.
- ¿Qué? ¿Quién… quién es usted? -pregunta la mujer, mirando fijamente, con las cejas enarcadas, el perfil del conductor.
- Yo soy Álvaro. Y usted, si la memoria no me falla, es Ana.
- ¿Álvaro? ¿Usted… eres Álvaro? -la mujer abre mucho los ojos, y se tapa la boca con la mano.
- El mismo que viste, calza y conduce -responde Álvaro, tras una ligera carcajada-. Ya lo sé: han pasado treinta y cinco años, y la última vez que nos dijimos adiós los dos éramos unos críos. Pero en cuanto he abierto la puerta, te he mirado la cara y he visto ese brillo en tus ojos, no lo he dudado ni un segundo: eras tú.
- ¡Madre mía! ¿Cómo… cómo es posible? -exclama Ana, tartamudeando- ¿En serio me has reconocido? Bueno, ya sé que me has reconocido, pero… ¿cómo? ¡Hace tanto, y… he cambiado tanto!
- Bueno, tampoco es que yo me parezca mucho a aquel niño, Ana, no te creas. Pero verás: recuerdo aquel día como si fuera ayer. El camión de mudanzas, el llanto, la despedida… Lo último que yo te dije fue: “nunca te olvidaré, Ana”. Y tú, con las lágrimas y los mocos cara abajo, no contestaste nada. Pero ya ves: he cumplido mi promesa. Ha sido verte en la calle, y he sabido que eras tú. Nunca te he olvidado.
- Pero… yo… -Ana no sabe qué decir- Hace tanto tiempo de aquello, y... éramos solo unos niños... La vida desde entonces ha sido tan... tan...
- No te preocupes, Ana -intenta tranquilizarla Álvaro-. Que no te haya olvidado no quiere decir nada. Vale: yo no me he casado, y tú, sin embargo, tienes ya dos hijos. Que, por cierto, lo tuyo es más normal que lo mío, porque ni tú ni yo vamos a cumplir ya los cuarenta otra vez… Total, que me alegro un montón de haberte visto, ¿sabes? Y de que seas feliz…
- ¡Oh, Álvaro! -Ana hace una mueca extraña- Feliz, dices… Hace mucho que no sé lo que significa esa palabra. Pero tampoco me parece el momento ni el lugar para contarte mis penas.
- Pues hazme un resumen, amiga -le responde Álvaro, dejando un instante el volante-. No querrás que encierre el autobús y me ponga a darle vueltas a la cabeza, después del tiempo que llevo sin verte, tratando de imaginar por qué estás así de tristona, ¿no?
- Je, je. No has cambiado mucho por dentro, ¿eh? -Ana se ruboriza levemente- Resumiendo mucho: me casé demasiado joven y a lo loco, el tío resultó ser un cabrón, y después de mucha lucha logré separarme por fin de él... pero, la verdad, no sé si me he librado del todo o no. Y ahora tengo que criar yo sola a mis hijos, trabajando todo el santo día como una esclava y dejándolos con la pobre de mi madre.
- Vaya. Lo siento -dice Álvaro, visiblemente consternado-. Tú no te mereces eso, amiga -silencio-. En fin: estamos llegando a tu parada. Así que… te propongo una cosa: yo paso por aquí los lunes, los miércoles y los viernes, en este turno. Si te parece bien, otro día te subes cuando vaya yo al volante, te vienes hasta las cocheras, y después tomamos algo por ahí. Un café de medianoche, por ejemplo. Y echamos un rato de cháchara.
- ¿En serio quieres tomar un café conmigo, Álvaro? -pregunta, con incredulidad, Ana.
- Verás -contesta Álvaro, al tiempo que frena en la parada del camino Viejo de Churriana-, he estado treinta y cinco años deseando volver a verte. No espero nada, pero, si te digo la verdad, estoy dispuesto a todo para que la mejor persona que he conocido nunca sea feliz. Si tú no quieres, no hay problema. Si quieres, aquí estaré. Es sencillo, ¿no?
- Es… -las puertas del autobús se abren- un café de medianoche. No sabes dónde te metes, Álvaro.
- Oh, no te preocupes: si tú quieres, me encantará meterme donde me digas. No soy ya un niño, Ana. Aunque a los dos nos gustaría volver a aquella edad, ahora. ¿Verdad?
- Hasta la semana que viene -se despide Ana-. Vendré a por el café. Seguro.
- Te seguiré esperando -se despide Álvaro-. Nunca te olvidaré, Ana.
- No me tendrás que olvidar, no te preocupes.
Ana se retira de nuevo el mechón de pelo azabache que le oculta la resplandeciente mirada, saluda tímidamente con la mano y baja del autobús. Las puertas se cierran. Un grillo arranca a cantar. La farola de la esquina parpadea y vuelve a brillar. El autobús se aleja, haciendo señales con las cuatro intermitentes. La niña de aquellas periferias, por primera vez en mucho tiempo, sonríe mientras dos lágrimas siembran sus mejillas de olvidada vida.