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Foto del escritorLlamas, J.M.

La víctima del asesino

Actualizado: 26 abr 2021


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La ciudad nunca duerme, pero el silencio se adueña de las calles del casco antiguo a medianoche. Las volutas de niebla danzan pesadamente, invaden los rincones o se agitan entre tímidas brisas al paso de un gato hambriento que cruza olisqueando algún perdido rastro.

Desde el fondo del callejón se acerca un rítmico taconeo intranquilo, y aparece una joven presurosa que mira de cuando en cuando hacia atrás, sacudiendo su larga melena morena. Cigarro a la boca. Luz del fuego del mechero que ilumina un hermoso rostro. Respiración entrecortada, susurros de un monólogo inconexo. Las dilatadas pupilas negras tratan de penetrar inútilmente, a sus espaldas, el exiguo horizonte.

El otro pisar es sigiloso, pausado, acompasado. Chaqueta gris, solapas alzadas, rostro escondido, sombrero oscuro. No tiene prisa. Hace ya un rato que la viene siguiendo, y todo parece indicar que ambos saben lo que ha de ocurrir. Puede ser en este pasaje, o en el siguiente, piensa él. Paciencia. Hay que esperar el momento oportuno, en la esquina más oculta. También se lleva un cigarro a los agrietados labios, y enciende una cerilla, repitiendo un ritual ya de sobra conocido. El humo de la primera calada desaparece entre la niebla.

La mujer detiene sus pasos y se gira en redondo. Entorna los párpados. Nadie a la vista. Se lleva el pitillo a la boca. Brillo anaranjado sobre las mejillas. Levanta una ceja, encoge los hombros. Da de nuevo la vuelta dispuesta a continuar su camino.

Aquí está, justo enfrente. Pañuelo húmedo sobre nariz y boca. Gemido débil. La visión del hombre se emborrona entre la bruma mientras ella se desploma. La arrastra hacia un agujero perdido en la cercana calle sin salida. Sonríe satisfecho en la oscuridad. Brilla la mirada torva. Seca el sudor de su frente. Se sienta y la contempla. Sabe que tiene tiempo hasta que se pasen los efectos del narcótico.

_______

La joven abre los ojos. Ante la luz mortecina de la farola, se recorta, en pie, la sombra de su asesino.

- ¿Quién eres? -pregunta.

- Eso te da igual. Quiero que lo decidas -contesta él.

- ¿Decidir qué?

- Cómo quieres que te mate.

- ¿Cómo quiero que me mates? No te entiendo -dice la joven, llevándose las manos a la cabeza y arrugando la frente.

- Vaya. Creí que eras inteligente, además de guapa. Pero veo que no.

- No vas a matarme -repone la mujer, incorporándose y elevando la voz.

- ¿Qué? Soy el asesino. Claro que voy a matarte. Puedes gritar, si quieres: aquí nadie nos va a oír.

La joven sonríe.

- Ya sé que eres el asesino. Pero yo no soy la víctima. Lo siento.

- Eso no lo decides tú. Solo te he dicho que elijas cómo morir. Es extraño: eres la primera que a estas alturas no suplica, ni parece tener miedo.

- ¿Miedo de qué, asesino? -pregunta ella, mientras se levanta con decisión.

- Vaya. Así que he cazado a una luchadora salvaje. Interesante -replica él, mientras saca de debajo de la chaqueta una navaja. Se humedece los labios-. Está decidido: te voy a rajar. Poco a poco. Quiero verte gemir de dolor…

- Adelante -susurra la joven, sonriendo de nuevo y abriendo los brazos.

El asesino inspira profundamente, abre la hoja de la faca, mira con fijeza a su víctima y hunde el acero, esperando escuchar un grito aterrorizado y sentir ese perturbador forcejeo inútil previo al penúltimo aliento. Sin embargo, una risa siniestra, cavernosa, espeluznante surge de la garganta de la mujer, al tiempo que agarra con ambas manos la suya, que todavía aprieta la navaja contra el vientre abierto. Luego, sin dejar de reír, vomita borbotones de sangre ennegrecida sobre el rostro del atónito asesino, que intenta soltar el arma. Pero las manos de la víctima siguen hundiendo su puño cerrado dentro de la herida.

- Y ahora, mírame -le dice, con un hilo de voz que le hiela la sangre.

Las cuencas de los ojos de la mujer se vuelven entonces cavernosas. Su preciosa melena negra encanece de repente. Sus manos suaves se convierten en huesudos dedos de garras largas y negruzcas. Sus atractivas mejillas se hunden.

- Te lo dije -sisea, con labios resecos, sin dejar de mirarlo-. Eres un asesino, pero yo no soy tu víctima. Yo he venido a por ti.

El asesino lanza un grito de pánico, pero sabe que allí nadie lo va a oír. El ser de ultratumba le agarra la cabeza entre sus manos y lo besa con gélido ardor, sintiendo, mientras le arranca el alma, ese perturbador forcejeo inútil previo al último aliento. La niebla se vuelve opaca. Los ecos de una risa espectral resuenan en la esquina más oculta del callejón sin salida. La cavernosa luz de la farola se refleja en aquella mirada muerta, inyectada en sangre por el espanto, antes de guiñar y apagarse.


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