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«¿Buscas conocimiento del Infierno?
Yo te enseñaré».
La bruja Archer, en Sleepy Hollow, de Tim Burton.
Manos acostumbradas a pulsar teclas para construir palabras que, formando oraciones, párrafos, apartados y capítulos, convierten ideas en sesudos estudios. Aquí, sin embargo, en este preciso momento, en este lugar particular, la mirada del hombre cansado se dirige más allá de la pared, a algún punto indeterminado que parece esperar justo al otro lado, suspendido en la memoria, sin abrirse a convertirse en realidad, tomar un nombre, identificarse como hipótesis a partir de la que poder elaborar un discurso consecuentemente lógico.
La negra línea vertical sobre fondo blanco que señala la posición actual, en el procesador de textos, parpadea desde hace tiempo en el mismo punto. Los dedos permanecen inmóviles, igual que el rostro y el cuerpo. El lecho deshecho, con la arrebujada sábana cayendo en el piso, la almohada retorcida en mitad del colchón y el pijama lanzado de cualquier manera cerca del cabecero, muestra el caos de la habitación. El ventilador, imperturbable, mueve el aire, vuelta tras vuelta, y las dos fotografías que cuelgan del flexo apagado, recuerdos añejos, danzan sin compás. Se amontonan libros dentro de las dos estanterías, minuciosamente ordenados en los primeros anaqueles, anárquicamente abandonados a lo largo de los demás. La ventana y la persiana, cerradas para impedir la entrada del sol de justicia que lame la terraza, y la papelera, repleta de deshechos confusos, señalan una desdibujada vida que intenta caminar hacia alguna parte en mitad de un mundo que parece haberse instalado en el olvido.
La puerta es tan lisa por dentro como por fuera, aunque en su quicio se observa, desde el pasillo, un pequeño cartel de plástico dorado en cuyo interior destaca, sobre rojo, el número 732. El corredor, exactamente igual a los de las demás plantas de la residencia de estudiantes, uniforme, oscuro, está poblado por otras puertas, focos, llaves de luz, botones de emergencia, radiadores, extintores, todos rigurosamente idénticos. Al fondo, como si se tratara de una escultura, junto a una maceta con una adelfa medio marchita, hay alguien quieto, de pie, con los dedos de la mano izquierda rozando la barbilla, que mira, a través de la ventana entreabierta, algún lugar indeterminado más allá del cristal.
Descienden las escaleras, bajo la guía de una baranda metálica terminada en un pasamanos de madera con el barniz deteriorado y envejecido. Tumbado a lo largo de tres escalones, con la cabeza en el descansillo entre dos pisos, permanece un joven caído, con las piernas en alto y los ojos fijos en el mismo indefinido espacio, más allá del techo esta vez, al que continúan mirando perdidamente los anteriores.
La planta baja del pabellón se abre, a la derecha, a una galería principal, que llega hasta la entrada del edificio. A mitad de camino, junto a la puerta de emergencia de la biblioteca, se encuentra una mujer, también inmóvil. Sentada en el suelo, contra la pared, con la cabeza gacha y el ondulado pelo revuelto cayendo ante el rostro, parece mirarse las manos abiertas, aunque en realidad sus ojos no están dirigidos hacia ningún punto en concreto. El reloj parece haber detenido sus agujas en el interior de la edificación. Sin embargo, a través de los ventanales, puede verse el viento moviendo las copas de los altos pinos que pueblan el parque cercano, o a dos grajos graznando en lo alto del tejado de la antigua mansión de enfrente, convertida, tras ser abandonada hace varias generaciones por la nobleza que la habitaba, en sala de múltiples usos sociales.
El enorme vestíbulo de la residencia está vacío, a excepción del petrificado conserje, que fija la mirada de forma imprecisa, con las cejas enarcadas y el semblante severo, en la pequeña pantalla en blanco y negro que muestra el portón de entrada. Su dedo pulsa el botón de apertura de la puerta exterior que da paso a aquellos que llegan a pie. En la imagen se ve el obstinado abrirse y cerrarse de esta, una vez, otra vez, otra vez, en un bucle interminable solo interrumpido, de cuando en cuando, por alguna hoja de árbol o bolsa de plástico que se contonean y danzan al ritmo del viento.
De repente, alguien se ha colado en el interior de uno de esos movimientos mecánicos constantes, afuera y adentro. Está nervioso. Mira hacia atrás con desconfianza. Mira adelante con inseguridad. Cruza a paso ligero el jardín que da acceso al soportal, mete la llave en la cerradura de la doble puerta acristalada, entra en el recibidor, observa con el rostro aterrorizado al portero, se lleva un antebrazo al rostro y se tapa los ojos.
- Aquí también ha llegado. ¡Aquí también ha llegado! ¿No se ha librado nadie, Señor? ¡Toda la ciudad! ¡Toda, toda! -se queja, sollozando.
Se limpia las lágrimas con la camisa negra, respirando con dificultad, y se interna en la galería central. Allí sigue la mujer, que no ha cambiado su postura. Se inclina hacia ella con delicadeza, le separa la melena, le toca el rostro, le habla. Ninguna respuesta.
- Ella también. ¿Por qué? No he encontrando a nadie que esté despierto. ¿Por qué sigo yo aquí? ¡Eh! -gritó con fuerza, poniéndose en pie- ¿Hay alguien que me pueda escuchar? ¡Eh, compañeros! ¿Alguien sigue vivo por ahí? ¡Alguien tiene que haber escapado! ¡No puedo ser el único! ¡No!
A grandes zancadas, se introduce en el pabellón de la derecha. Sube las escaleras, y encuentra, por encima del descansillo, al compañero, que sigue en la misma exacta posición. Lo ha reconocido, espantado. Lo señala con un dedo, abriendo desmesuradamente los ojos. Grita mientras se cubre el rostro con las manos, y sigue su camino.
Se adentra en el pasillo oscuro. Entornando los ojos, mira hacia el fondo, donde aún permanece, paralizado de espaldas a él, el habitante pensativo. Llega frente a la habitación. Mete la llave. Gira. Se escucha el abrirse del cerrojo. Tuerce luego el pomo, empuja la puerta y otea el interior.
Con metálico estrépito, el llavero, después de soltarse de sus temblorosos dedos, cae al suelo. Un grito de pavor surge de su garganta. Allí, sentado frente al ordenador, mirando a algún lugar indeterminado detrás de la pared, con los dedos sobre las teclas, mientras la negra línea vertical sobre fondo blanco que señala la posición actual sigue parpadeando exactamente en el mismo punto de la pantalla, más allá de la sábana que cae al suelo, más allá del quicio con el pequeño cartel dorado que encierra el número 732, se encuentra su propio ser, paralizado, inmóvil como todos los demás.