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A Manuel, mi abuelo,
que me enseñó a contar cuentos
escuchando los suyos.
Había una vez una vieja avara, que había vivido para sí, amasando una fortuna que nunca llegó a disfrutar, como les pasa a todos los avaros. No había ayudado casi en toda su vida a nadie, aunque por su puerta habían pasado muchos necesitados. Y así, poco a poco, durante toda su existencia, aquella vieja, que nunca, desde que creció, había dejado de ser vieja, se fue quedando sola, y murió, como morimos todos. Bueno, no exactamente como morimos todos: ella murió desesperada porque no se podía llevar consigo nada de lo que poseía.
Y llegó a las puertas del cielo. Allí la recibieron con los brazos abiertos, pero claro, le pidieron la entrada. Y la vieja, que venía enfadadísima por no haber podido traer siquiera un real en los bolsillos, dijo que no tenía nada con lo que pagar. Entonces le enseñaron un cartel que había junto a la puerta: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis. Firmado: Jesucristo, el Hijo de Dios». Así que, le dijeron, la entrada solo podía ser algo que ella hubiera entregado, porque el sentido de la vida es darla.
La vieja quedó pensativa, pero no pudo recordar nada; «y, además», se dijo a sí misma, «yo he vivido toda mi vida para mí, o sea, que nunca me ha interesado darle nada a nadie». Por consiguiente, no pudo entrar en el cielo, y fue a las puertas del infierno, un estado en el que cada uno compartía la soledad consigo mismo, en total incomunicación.
Pero allá arriba, en el cielo, había un pobre niño, que había muerto de hambre, y que se llegó a Bartimeo, el encargado de poner la música y las luces de fiesta en el Banquete, y le dijo: «mira, Bartimeo: resulta que acabo de acordarme de que esa buena mujer que no ha podido pasar, un día, en el que yo estaba enmallado, me dio una cebolleta. Y he pensado, no sé, que a lo mejor eso le puede servir como entrada».
Así que Bartimeo fue a hablar con Jesucristo, que estuvo de acuerdo en intentar que aquella mujer consiguiera atravesar las puertas del cielo, si ella quería, naturalmente. Echaron un rato de cháchara y discusión con Satanás, que no tuvo ningún problema, aunque, como siempre, puso sus pegas. Y quedaron en animar a la mujer a que se agarrara a la cebolleta y subiera al purgatorio, el estado en el que sería purificada para, por fin, poder entrar al cielo.
Pues bien: aquel niño bajó, y cogió la cebolleta por un extremo. La vieja, que no sabía que la soledad infinita fuera tan horrible, de inmediato se agarró al otro extremo, y le dijo al chaval que tirara con fuerza. Pero hete aquí que algunos de los que estaban en aquella misma desesperada situación, al ver lo que ocurría, intentaron también salir, y se agarraron a los pies de la vieja. Y ella, que quizás podría haber actuado de otra forma, empezó a pegar patadas, a escupir a los que se le aferraban angustiosamente, y a insultarles, y a gritarles: «¡Esta cebolleta es mía, me la he ganado yo por generosa, y me va a salvar a mí nada más! ¡Yo por lo menos he hecho algo bueno en mi vida, no como vosotros, malditos! ¡Así que dejadme en paz!».
En aquel momento la cebolleta se partió justo por la mitad, y la vieja avara cayó de nuevo a la soledad absoluta del Abismo Profundo, por no ser capaz de aceptar que otros pudieran acogerse al pequeño hilo de esperanza que un pequeñuelo le había ofrecido.
Manuel Fortes Bueno, adaptado por Llamas, J.M.