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Ojos entrecerrados. Mirada torva y nerviosa, vigilante y suspicaz. El señor Cármela sabe lo que quiere, y cómo conseguirlo, desde luego.
Su hostal, «La Sombra», es un sitio lúgubre y de poca monta, pero él ha sabido darle la publicidad suficiente para que los extranjeros piquen y alquilen antes de llegar, encantados con el cebo que suelta en toda red social que se le ponga a tiro. Por supuesto, cada habitación tiene las comodidades imprescindibles para que nadie pueda protestar con argumentos de peso que den lugar a la devolución del importe. El señor Cármela sonríe mientras reconoce, lleno de orgullo, que es un genio del negocio en esta ciudad costera que, después de que diversos gobiernos hayan desmantelado agricultura, ganadería, pesca e industria, ha terminado siendo puramente turística.
En la puerta del cuchitril de recepción se escucha el sonido de los nudillos de una de las limpiadoras, que lleva todo el día trabajando a un ritmo frenético, aunque no lo suficiente para él. Nunca es suficiente, y siempre tiene una respuesta contundente a cualquier reclamación: en la cola del paro puedo encontrar mil como tú esperando para hacer lo mismo por menos dinero.
- Señor, ya he terminado todas las habitaciones. Mi familia me aguarda para la cena del Nacimiento del Sol, ¿puedo irme?
- Por supuesto. No antes de que hayas dejado limpia la cocina -responde el señor Cármela, enarcando sus pobladas cejas.
- Pero, señor, ya es tarde…
- Tú decides. Eso sí: si tengo que contratar a alguien para que haga la cocina…
- Vale. Ya entiendo. Voy a llamar a la familia para que se retrase la comida. ¡Esta noche es fiesta, por las barbas de Júpiter! -se queja Judit.
- Menos protestas, y más trabajo -gruñe el señor Cármela, mientras tamborilea con los dedos sobre la mesa.
Judit sale, con la cabeza gacha, dando un portazo. Él saca un fajo de billetes del cajón, y los va contando, de nuevo, uno a uno. El día no ha ido mal del todo.
Odia esta fiesta. En realidad las odia todas, pero ama el sabor dulzón del aumento del fajo que llega con cada una de ellas: mi vida depende de mis bienes, y cuanto más, mejor. Ya ha pensado lo que hará después de estas asquerosas celebraciones del nacimiento del Astro Rey, el final del año y el comienzo del siguiente, el XXI del emperador Numerio. Echaré abajo las despensas y construiré otras más grandes, para poder almacenar mejor mis cosas. Luego mandaré fabricar una Caja Fuerte más amplia, y…
Acaba de parar, justo frente a la puerta, un Renault IV. ¿Todavía existen esos coches? Se baja un hombre joven, de melena larga y barba. ¿Será uno de esos antisistema? ¿O quizás un inmigrante que viene a robarle el trabajo a alguien del populacho?
-Buenas noches -saluda el hombre, visiblemente nervioso.
- Dime -contesta, resoplando, el señor Cármela.
- Acabamos de llegar, por lo del edicto de Numerio. Mi mujer ha roto aguas, y no tenemos dinero para que nos atiendan en un Centro de Salud, ni hay tiempo para llegar, la verdad. ¿No tiene una habitación libre? Puedo pagarle algo, y traer el resto pasado mañana, después de la fiesta. Soy un hombre de palabra, señor.
- No tengo una habitación libre para vosotros. Entiéndeme: tengo muchas habitaciones libres, pero ninguna para una parturienta. Lo siento. Bueno, en realidad no lo siento. Me da absolutamente igual.
- ¿Qué? ¡Es urgente! -exclama el joven, incrédulo.
- Que os vayáis con viento fresco. Que no quiero urgencias, problemas, gritos ni lloros de recién nacidos en mis dominios. ¿Te ha quedado claro, o te lo digo en otro idioma?
- Lo he entendido, desde luego. Feliz día del Nacimiento del Sol -susurra el hombre, antes de dar media vuelta y salir por la puerta.
- Sí, claro. Pues eso.
El señor Cármela sonríe, arrogante y satisfecho. Su mujer grita desde el interior de la casa.
- ¿Qué pasa ahí fuera, Benito? ¡Cierra ya, que hay que ir preparando el banquete y no quiero líos!
- ¡Nada, nada, unos miserables que querían alojamiento!
- ¡Para miserables estamos, con la que está cayendo!
El señor Cármela cierra la puerta de la calle y se mete en su vivienda. Mientras, en la cocina del hostal, Judit abre la entrada de servicio y llama al joven, de nombre José, que sigue intentando encontrar un lugar decente en el que su hijo pueda ver el primer día de su vida. Le da la dirección de un corralón cercano, el suyo, en la calle Jara, donde vive gente sencilla que seguro que tendrá algún rincón en el que puedan cobijarse. Le pregunta cómo se va a llamar el niño, y José, después de un mil gracias, le dice que será Jesús. A Judit le parece un nombre precioso. Se despide diciéndole que en cuanto termine tirará para allá, para echar una mano en lo que haga falta.
El señor Cármela cena opíparamente en su salón con su mujer, frente a la ventana, desde la que se ve un pedazo de cielo nocturno. De repente se fija en una extraña luz celestial que, unas calles más allá, enfoca hacia algún lugar desconocido. Por la calle pasa una gente a la carrera, riendo, cantando y hablando de unos ángeles que han anunciado algo sobre un nacimiento de un salvador, y sobre una señal que están buscando.
- Nacimientos de salvadores. Populacho. Seguro que van puestos. Que les den a todos -masculla, devorando exquisiteces, Benito Cármela.