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(Monólogo del anónimo organizador de bodas en Caná)
Texto base: Jn. 2,1-11.
Qué susto hemos pasado esta mañana. Porque, como es normal, uno está siempre pendiente de todo, que si no tiene que faltar la carne, que cuidado con que haya bastante pan, que si atentos a los dulces para después, que si… Pero claro, ¿cómo iba yo a saber que vendría tantísima gente? ¿En qué cabeza cabe esa cantidad de invitados tan grandísima? Vale, la familia de la novia es del pueblo de abajo, Nazaret, y a lo mejor los novios no pensaban que iban a venir todos. Yo qué sé. También es verdad que ha hecho mucho calor y, claro, el calor se combate bebiendo. Y, bueno, que el presupuesto de la familia tampoco daba para mucho más, y por no traer vino malo del todo decidí poner algo menos, pero un poco mejor. A ver si nos entendemos: vino bueno del todo no era, no, pero tampoco se trataba de un Barsimón cualquiera de medio pelo.
Total: que, resumiendo, de repente estábamos sin vino. ¡Y la fiesta acababa de empezar! Qué vergüenza para la familia. Y para mí, claro, que lo había organizado todo. Una boda sin vino es como… Que no, vamos, que no puede ser. Los odres bajando que daba susto, todo el mundo ajetreado y pasándolo en grande, y yo preguntándome dónde ir a por más caldo. Ya me veía teniendo que pedir trabajo lejos, por lo menos en Magdala, porque ¿quién va a contratar a un organizador de fiestas si a las primeras de cambio dejo una boda sin vino?
Pero entonces… ¡Qué ojo tiene esta María! Entre ella y su hijo han salvado la fiesta. Yo la conocía de oídas, porque el marido que en paz descanse era carpintero y vino a hacerme un par de encargos al pueblo hace unos años, y el buen hombre hablaba de su mujer que parecía que se estaba refiriendo a la reina de Saba. Pero tengo que reconocer que tenía toda la razón.
Yo no sé cómo ha sido. De refilón he visto que llamaba al hijo y he escuchado que le decía: “No les queda vino”. Se ve que me ha debido notar la cara de desesperación después de que hubiera levantado la tapadera del último odre, en el que se veía ya el culo de la vasija. Total, que se ha puesto a cuchichear con su hijo, Jesús, el que dicen que se ha rodeado de un grupo de pescadores y de gente de mal vivir y va hablando por ahí de perdonar a los enemigos, y, mientras yo intentaba mandar a un par de criados a ver si podíamos traer por lo menos tres o cuatro pellejos de alguna bodega de por aquí cerca, me llega uno de los sirvientes y me dice que están llenando de agua las tinajas de las abluciones. “¿Qué?”, le pregunto yo. “Pues eso”, me dice él.
Sin entender nada, me llego, y veo que el mayordomo está probando un cazo de agua que acababan de sacar de una de las tinajas. La cara que puso después me dejó turulato. ¡Aquello ya no era agua, sino vino! ¡Y, madre mía, qué vino! ¡Un vino nuevo, bueno no, buenísimo: el tipo nunca había catado algo así! Muchísimo mejor que el que yo había comprado para la fiesta, claro está.
Y ya está. Se acabó el susto, y volvió la alegría. Nadie se lo puede explicar. Eran seiscientos litros de agua, y de repente eran seiscientos litros de vino. Y allí el único que había dicho lo que había que hacer era Jesús. Así que el novio ha venido a decirme que qué buena elección la de este caldo: que le tengo que decir dónde lo he pedido, vamos. Yo le he sonreído como un estúpido, claro. Y hale, a seguir disfrutando de la vida.
En fin: si no llega a ser por María la de Nazaret, se acaba la fiesta. Me miró con una sonrisa que… qué queréis que os diga. Ahí estaba ella, sin hacer ruido, sin que la notara nadie, pero pendiente de todo. Que Dios la bendiga siempre.