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  • Foto del escritorLlamas, J.M.

La señora Ramírez

Actualizado: 1 may 2021


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Hasta hace una semana, yo era un hombre feliz. Sí: puede que no sea perfecto. Reconozco que, de vez en cuando, cometo algunos fallos, pero disfruto con mi trabajo y, aunque soy trasero de mal asiento y no suelo pasar más de seis o siete meses en la misma ciudad, nunca me ha faltado la compañía, y siempre… Siempre he conseguido los logros que me he propuesto, de forma brillante.

Como iba diciendo, hasta hace una semana. Justo tras la visita de la señora Ramírez. “¿Quién es esta mujer?”, os preguntaréis. “Una simple, oronda y vieja señora de un barrio de mala muerte de las afueras de Málaga”, pensé cuando la vi aparecer al otro lado de mi puerta, después de sentir sus molestos nudillos aporreando la madera y abrir, con cara de pocos amigos. ¿Por qué quité esa cadena? ¿En qué estaba pensando? No puedo encontrar una respuesta. Es algo ciertamente incomprensible.

Allí estaba. Allí estaba ella. Sonriente, con su melena cana, sus arrugas, sus patas de gallo, su batín de franela y sus sandalias de andar por casa.

– ¡Buenas tardes tenga usted! ¿Me permite? -preguntó.

– ¿Perdón? -pregunté, como respuesta.

– Que voy a pasar un ratito, buen hombre -exclamó, al tiempo que introducía su gordo trasero en mi morada sin esperar autorización alguna por mi parte-. ¿Me hace un café, por favor? ¡Qué entradita más bonita tiene usted! En la mía hay algo más de luz, la verdad sea dicha, pero esta tiene su aquello. ¡Y qué cuadro más guapo! Cualquiera diría que le ha costado un dinero y todo. ¡Si parece original! Qué preciosidad, madre mía del amor hermoso. Bueno, voy a pasar al salón, si no le importa.

– Esto… -estaba tan anonadado por la asombrosa entrada de aquella señora en mi casa, que no sabía qué contestar. Podía echarla. Podía llamar a la policía. Podía incluso pedirle explicaciones. Pero, en fin, ¿qué daño podía hacer una vieja con tan exagerado don de palabra y humor tan rebosante? ¡Fatal error de juicio, oh sí! Sin embargo, entonces no me di cuenta. Supongo que la miré con desprecio, no lo sé. En todo caso, lo que salió de mis labios fue lo menos parecido a reproche o duda- ¿Lo quiere solo o con leche?

– ¡Un mitad, por favor! Qué sillón más cómodo, pero qué barbaridad. Yo tenía menos carnes cuando era más joven, y ya ve: la edad y los malos ratos, malos ratos de los gordos, ¡si yo le contara!, me han dejado para el arrastre. ¡Tengo unas varices que para qué contarle! ¡Qué curioso esto! ¡Pero qué curioso!

Toda esta retahíla la escuchaba yo desde mi cocina, después de haber abandonado a la mujer en el salón y al tiempo que preparaba el café, la taza y el platillo, la leche, la cucharilla y el azucarero.

– ¡Por cierto! Soy la señora Ramírez, que se me ha olvidado por completo presentarme. Aunque, bueno, tampoco usted ha preguntado nada. ¿Me conoce usted de algo? Se lo digo porque dejar entrar a una mujer desconocida en su casa, no sé cómo se verá por estos barrios, pero la gente tiene muy mala lengua, entiéndame, si es usted un hombre casado, aunque lo dudo, por lo que veo por aquí. Muy mala lengua, sí señor. Aunque la gente es buena, ¿sabe lo que le digo? Pero no me irá usted a negar que a veces la gente se pone por los descansillos y en las terrazas y en la frutería o por la panadería que te charla que te charla que te charla y te hace un traje en menos que canta un gallo.

– Pues sí, hay gente para to… ¿qué está haciendo?

Acababa de llegar con la taza de café al salón, y me encontré una estampa de lo más singular, pensé en aquel momento: la señora Ramírez estaba con los ojos cerrados, los brazos abiertos, y la cabeza dirigida hacia arriba.

– ¿Sabe usted lo que es el Reiki? Bueno, da igual, yo tampoco, lo he escuchado por la tele, que ya sabe usted que hablan de todo. Total: estaba respirando, hijo. Tengo una nariz infalible, y me gusta adivinar cómo es la gente por el olor. Gracias por el café -respondió, dando una palmada, abriendo los ojos y tomando la taza.

– Y… ¿Cómo diría que soy yo? -pregunté, estúpida, muy estúpidamente, para comprobar si aquel extraño don tenía algo de verdadero o era una dudosa excusa para una postura ridícula, propia del personaje que… Del personaje que tenía enfrente en ese momento.

– Es usted un tipo solitario, un poquito triste, pero muy ordenado. Le gusta andar bien vestido y perfumado, pero no le hace gracia ir por ahí con ropa cara. Aunque viva solo, como le he dicho, le gustan las mujeres. Mujeres jóvenes, diría yo. Aunque me da en la nariz que nunca ha tenido una relación de mucho tiempo con ninguna. ¿He acertado?

– Es… Es increíble -contesté. Todo. ¡Todo! Lo había acertado todo. Bien es verdad que mi pinta podía dar muchas pistas sobre la mayoría de aquellas cosas. Pero, ¿por qué no sospeché nada, después de su respuesta? Nada. Nada de nada…

– Total, buen hombre, gracias por el café. Recalentado, pero muy bueno -dijo la señora Ramírez, después de saborear el contenido de la taza con evidente deleite, y dejándola sobre la mesa del salón-. Ahora tengo que irme. No sé: lo mismo me paso mañana otra vez. Me ha gustado la conversación.

– Pásese… Pásese usted cuando quiera, señora Ramírez -creo que contesté, por contestar algo, sin pensar realmente en las palabras, intentando inútilmente buscar una explicación a todo aquello.

La señora Ramírez se abrió paso hasta la puerta, abrió, salió, se volvió y se me quedó mirando. Y entonces, de repente, su cara cambió por completo: sus cejas se enarcaron, y una media sonrisa sádica se dibujó en su boca.

– Sé quién eres -me susurró-, y lo que has hecho. Quince. Quince veces. Una de ellas era la mía, ¿entiendes? ¿No te acuerdas? Ya hace tiempo. Yo no lo he olvidado: por fin he dado contigo. Todavía no tengo pruebas definitivas, pero te he dejado una sorpresa ahí dentro, ¿sabes? Se podría decir que me he convertido en detective, en una buena detective, por la cara que estás poniendo. Dentro de una semana, si mis cálculos no fallan y el Mal de Ojo que he conjurado en el salón funciona, aquí habrá un suicidio. Justo después entraré, con tus llaves, y sacaré lo que necesite. A todo cerdo le llega su San Martín. Adiós.

Quedé sin aliento. No me dio tiempo a reaccionar. Simplemente, pregunté:

– ¿Pero qué está usted diciendo?

Fue justo antes de que me enseñara las llaves de mi casa, que había cogido del cenicero del mueble de la entrada en un momento de descuido por mi parte, y cerrara de un tremendo portazo, aplastándome los tres dedos que había dejado puestos en el quicio de la puerta. Gritando de dolor escuché la cerradura, y sus pasos alejándose.

Entonces, de golpe, mi cabeza se llenó de respuestas: me conocía bien, seguramente llevaba tiempo vigilándome, sabía de mis debilidades, tenía claro de qué hablar y cuándo, cómo alejarme de su vista y convencerme de su disfrazada simplicidad. Yo también la conocía, aunque me hubiera sido imposible reconocerla: “tenía menos carnes cuando era más joven”, pero aquel último brillo de odio en sus ojos… No podía recordar aún quién era y, sin embargo, no cabía duda de que había sentido aquella mirada con anterioridad, en otras ciudades, en otros tiempos. Lo único que tenía absolutamente claro era que me había estado manipulando desde que sus nudillos golpearon la madera de la entrada.

___

Han pasado siete días. Siete diabólicos días, con sus noches. No he podido salir a la calle. Sí, es verdad: no tengo una llave de repuesto. Mi situación no permite que algún extraño pueda merodear por casa sin mi permiso. De hecho, ¡ella es la única extraña que ha entrado… y salido! En fin: ese no ha sido el problema. Cada vez que he tratado de abrir a la fuerza esa puerta, quince alaridos diferentes me han asaltado desde ninguna parte. Cada vez que abro la nevera, allí aparecen, de la nada, esos dedos de uñas arrancadas, señalándome, acusadores. Detrás de cada cortina, sobre las mesas, al quitar las sábanas me esperan quince fantasmagóricas cabezas, mirándome con ojos putrefactos, sin decir nada, helándome el fondo del alma. Enciendo la luz y veo la piel rajada y sangrante de sus espaldas en las paredes. No he comido, no he bebido, no he dormido. Estoy encerrado aquí, con el demoníaco eco de las quince.

Aquella tarde, la de la visita de la de la maldita señora Ramírez, traté de deshacerme de las reliquias de sus cadáveres, trofeos que aún conservo, amados recuerdos de sus frágiles… Ellas me lo han impedido. ¡Están muertas, me encargué de todas en lugares diversos, escogidos con delica… pero aquí están, torturándome! Sé cuál de ellas era su hija. Oh, sí, ya lo sé. ¿Fue la segunda? Sí, recuerdo aquella noche, sus gemidos, sus… ¿Cómo es posible que me haya dejado vencer así? Ridículo… El ridículo me está devorando las entrañas…

No puedo más. Les haré caso. Les haré caso, por fin. Me lo repiten, una y otra vez. Una y otra vez. Estas son mis últimas letras. Abriré mis venas y dejaré que el demonio me lleve. ¡Que me lleve!

Así, ya está, muy bien, un corte limpio, como todos los que he hecho antes. Yo, el gran maestro, el artista de la muerte, termino así mis días. Termino así. Term…




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