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Nadia es perfecto

Actualizado: 5 ene 2022


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Nadia es perfecto
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Málaga, doce de febrero del año en curso, dos mil ciento diecisiete. Estimado lector: quizás se trate de una tentación sutilmente presente en todos que, al alcanzar determinadas edades y si no hay nada más en el horizonte, se convierte en lobo feroz que crece hasta ocupar el centro de lo que en un tiempo se llamó alma, y luego ha ido saltando de denominación en denominación para acabar siendo un algo indeterminado a lo que yo sigo llamando, con perdón del que se sienta ofendido, alma. ¿De qué se trata? De ese condicional al que, al menos el que le habla, ha accedido tantas veces sin, por ello, responder afirmativamente: “Si volviera a tener aquella edad, haría esto otro de forma diferente”; “Si volviera a mi adolescencia, disfrutaría de todo aquello que no gocé”; “Si retornara al año antes de conocer a mi pareja, un mojón iba yo a conocer”; “Ahora que he cumplido los cuarenta, volvamos a los quince”; y otras tantas estupideces que yo, por mi particular estado existencial, nunca he querido remover más de lo puramente preciso. ¿Y eso? Eso es porque al cumplir 25 me quedé con aquella jeta, la misma que porto, y no he avejentado siquiera un día; es, como habré explicado en alguna ocasión, una de las características del vampirismo que me acompaña desde la adolescencia. Por tanto, no hubiera vivido otro tipo de adolescencia, y mucho menos de juventud, porque, pareciendo siempre joven y siendo en realidad más viejo que un nudo, desprecio sobremanera a los viejos que quieren seguir siendo jóvenes. O, mejor dicho: me cansa la idea debido a que la padezco en mis carnes, y me suelo cachondear de modo poco gentil ante las personas que la defienden o la buscan. Había cumplido cuarenta años cuando pasó lo que narro, y la sociedad acababa de entrar dentro de una especie de bucle en el que nadie quería ser mayor. No, no me refiero con esto a que el simpar Peter Pan se hubiera apoderado de nuestras tierras. Cuando digo “ser mayor” me refiero a envejecer, o más concretamente a dejar de ser un tierno y fresco chavea. Podías encontrarte en aquellos días no uno, ni dos, sino una nube de adolescentes treintañeros, cuarentones o cincuentones que se dedicaban a mover el esqueleto en variadas salas de fiestas, o reventarse en los gimnasios con el fin nada oculto de que cayera algún polvete, navegando de flor en flor considerando flor las principales zonas erógenas de cuerpos-objetivo múltiples en número, género y especie. Además, solían compartir esto y mucho más en lo que por aquellos entonces era la moda más novedosa: las redes sociales. Por supuesto, había varias cosas que no podían faltar en la vida de ninguno de tales personajes: perrito elevado a la dignidad de persona, justo hasta que pasaron de moda y fueron sacrificados y sustituidos por pequeños androides con la misma función pero menor capacidad de micción y defecación, perfil molón en Facebook, piso de solterito o solterita, divorciadito o divorciadita, a veces con uno o varios hijos a cargo, durante periodos normalmente intermitentes, a los que, por supuesto, había que convencer de la profunda maldad de la parte enemiga en el divorcio... y un extraño utensilio, también de moda en aquellos tiempos, llamado Smartphone, siempre conectado a los intercambios neuronales de sodio-potasio. En resumen: parecía que el mundo se iba a la mierda, como ha pasado tantas veces antes y después de aquella lejana época. Mi amiga y compañera de andanzas y nonmoriturisumus, MC, y yo mismo habíamos salido a dar un paseo antes del anochecer. Estábamos a principios de diciembre, y a las seis de la tarde nuestro querido Rey Sol ya no podía hacernos daño. Vale, lo mismo alguna vez nos ha provocado pequeñas quemaduras, pero nada del otro mundo. Caminábamos dialogando sobre la gran crisis social, económica, moral y anímica que campaba a sus anchas por nuestro país, por aquellos entonces llamado España y, la verdad, bastante avejentado y con síntomas cancerígenos agudos. Tal conversación nos mantenía entretenidos mientras el gentío se desplazaba zombificado hacia calle Larios para ver un espectáculo de luces navideñas a ritmo de un estrafalario villancico de nombre Show must go on, con una letra tan propia de estas fechas como la criatura de Víctor Frankenstein en una fiesta de verdiales. Después de aquellos minutos durante los que, un día tras otro, el lugar se atestaba de mirones móvil en mano (al decir móvil me refiero a los anteriormente nombrados Smartphones, hace lustros y lustros desaparecidos), la gente se dispersaba y nosotros, pobres hambrientos, elegíamos cuello y cenábamos antes de continuar nuestras tareas. - Mira, L: a mí no me parece mal lo de los perritos -me decía MC-. La gente los necesita. - No se te ocurra llevarte al piso un perro -le respondí, creyendo adivinar sus intenciones-. Que me las piro, vampira. - ¿Pero de qué cojones estás hablando? -me contestó ella, enarcando ambas cejas con una actitud nada amigable y ya de sobra conocida- ¡Te digo que la gente está tan amargada que necesita un perrito que los salve de morir de asco! - Ah, vale. Estamos todavía en el plano teórico -susurré-. En fin: antes había esclavos, hoy hay perros, mañana habrá otra cosa. Pero la idea es la misma, MC. - Ahí llevas razón. ¡Qué mundo este! Y, por si fuera poco, los americanos eligen a un loco como presidente -añadió ella distraídamente. - Bueno, es mejor no meternos en política, porque no tengo ganas de vomitar -repliqué-. A ver si hoy hay por aquí alguien a quien merezca la pena hincarle el diente. - Difícil lo veo. Nos hemos puesto unas reglas tan estrictas, que cada vez lo tenemos peor: no menores de edad, no ancianos, no empobrecidos, no gente con anabolizantes, no gente con droga, no veganos… Esto de ser vampiro, tener conciencia y querer sangre sana empieza a ser un coñazo, tú. - Sí, pero hay que mirarlo todo por el lado bueno -repuse-: busquemos un hijo de puta ricachón corrupto, y chupémosle la sangre. No me dirás que no es divertido… y paradójico. - Eso sí merece la pena, fíjate -contestó ella, con ese provocativo extraño brillo asesino en los ojos-. Yo voy por la izquierda. Tú por la derecha. - La izquierda y la derecha. Una historia que no existe en un mundo lleno de gilipollas -apostillé, refiriéndome, por supuesto, a una discusión siempre viva entre nosotros sobre si las ideologías habían perdido cualquier sentido-. Je, je. - Muy gracioso. En fin, nos vemos después del festín -terminó ella, y desapareció entre el gentío por la primera bocacalle. Me dispuse, por tanto, a olfatear el ambiente por ver si encontraba una víctima precisa, preferentemente femenina, sana y con la suficiente cantidad de dinero, poder o preocupación por la imagen como para justificar el castigo del desangramiento por mi parte. Tuve que dar un par de vueltas a las principales calles del centro histórico, pero al fin, tras escuchar una conversación telefónica en la que ella, fea como darle un tortazo a un abuelo sentado en un banco del parque, pero desmesuradamente maquillada, dirigiéndose a un él desconocido y posiblemente embrujado por tanta capa de pintura y crema, le hacía saber que no sé qué construcción estaba avanzando a una velocidad menor de la esperada y, por tanto, harían falta algunos quilillos de más para poder rematar los flecos sueltos, quilillos que, siempre según la serpenteante voz que me precedía, debían ser implorados a quienes él ya sabía, y en la forma ya acordada, me dije: “esta es”. Sin dudarlo un momento, y habiendo esperado educadamente al cuelgue del móvil, me abalancé sobre la mujer, la conduje a un lugar poco transitado para evitar escándalos y, tras limpiarle el cuello varias veces con la manga procurando quitarle así el embadurne, la desangré hasta que perdió el conocimiento. Escupí después sobre su vestidura, me limpié las manos en su falda y alcé el vuelo rumbo al lugar desde el que cada noche vigilábamos la ciudad cual murciélagos, deseando que no hubiera nadie necesitado de una mano anónima que lo liberara de entuertos varios porque, la verdad, no tenía el alma para heroicidades. Llegué el primero, cosa extrañísima debido a la habitual rapidez de mi compañera de aventuras a la hora de dar cuenta de sangres ajenas, y esperé pacientemente. Tras más de media hora, y concluyendo que algo inesperado debía haber ocurrido, alcé el vuelo desde la punta del campanario de la iglesia de Santiago y afiné el oído para intentar averiguar su paradero. Después de diez minutos dando vueltas sin el más leve vestigio de su presencia, me volví hacia el cielo y me fijé en la Luna, que me miraba con su redondo careto alelado y esa estrafalaria sonrisa irónica que le surge de cuando en cuando. Fue entonces cuando me di cuenta de que hacía ya años que andaba más solo que la una, MC y algún amigo de sangre caliente aparte, claro está. Todos aquellos que habían rozado mi historia años atrás se habían convertido en desfigurados recuerdos. Yo seguía con mi poco agraciado rostro de veinteañero, pero ya sumaba cuarenta veranos. De cuando en cuando me tropezaba a algún antiguo vecino de existencia, es verdad, y procuraba hacer mutis por el foro antes de ser reconocido porque, cosas de la vida, estaba oficialmente muerto para aquella generación. “Son las cosas del vampirismo”, me decía. Ya lo sabía, pero vivir sin raíces tiene mucho de no vida, y a veces pesa demasiado. - Quillo, L, estás sordo, tonto o las dos cosas. Llevo un rato pegándote voces desde allí abajo, desde la ciudad. ¿Qué haces aquí en mitad del cielo? Efectivamente, era MC. Ni me había dado cuenta: ensimismado en mis depresivos nudos mentales, me había olvidado del mundo. Tenía las puntas de los dedos y las pestañas congeladas. - Joder. Pues sí que he llegado alto. Un poco más y rompo la barrera del sonido -bromeé, viendo que Málaga quedaba mucho más abajo de lo recomendable. - Venga, vamos, que me acabo de encontrar con JL. Resulta que Susana está en la cárcel. - ¿Que qué? -pregunté, asombrado. Verdad era que habíamos conocido a Susana hacía décadas, en unas circunstancias, narradas en una aventura anterior, que podrían hacer pensar que su destino era el que acababa de indicar MC; pero su estado actual, responsable, casada con JL y madre de tres niños geniales, hacía que aquello resultara de lo más sorprendente. - Es una larga historia, y yo solo sé lo que me ha contado JL, que está hecho polvo. Nos espera en su piso, con los niños. A ver qué podemos hacer. Nos costó un rato llegar a la altura de las nubes y, desde allí, hasta las antenas de los edificios de la ciudad. En pocos minutos volamos luego hasta la barriada de JL y Susana, y nos colamos por la ventana del salón, abierta a tal efecto. El hijo menor, de poco más de un año, estaba llorando a moco tendido, y el bueno de JL intentaba dormirlo. - Buenas noches. Aquí estamos -dijo MC, intentando sonreír. - Se acaba de despertar. En fin, las cosas de la edad -contestó él, encogiéndose de hombros. - ¿Qué es eso que me ha contado esta? -Pregunté yo, con poco tacto- ¿En la cárcel? ¿Así, de repente? - No os lo vais a creer. Es una locura. El mundo se ha vuelto loco. Como una puta regadera, amigos -bufó JL. Esperamos a que el pequeño Antonio se durmiera, y después nos enteramos de la historia. Efectivamente, iba mucho más allá del surrealismo más pervertido que imaginarse pueda. Resaltando solo lo más esencial, Susana echaba todos los días cuatro o cinco horas empleada limpiando casas. Mientras tanto, como era normal en aquellos tiempos, el niño se quedaba ancá la madre, porque JL, para mantener un nivel de vida que no rozara lo indigno, tenía que trabajar un número de horas poco digno por un sueldo vergonzoso. El caso había ocurrido hacía tres semanas. En el chalé de lujo de una señora, por llamarla de alguna manera, de alcurnia distraída pero cuenta corriente abismal. Se le ocurrió a Susana, pobre mujer idealista, pedirle con educación a la señora un ligero aumento de sueldo para hacer frente, junto a su marido, a los gastos de una familia que contaba ya con el pequeño Antonio, la poco mayor Lorena, que acababa de comenzar el colegio y a la que no conoce usted porque estaba durmiendo a pierna suelta en el momento de la narración de estos hechos, y el más grande, aunque niño aún, Ramón, que también soñaba con los angelitos. La señorona le contestó con malos modos, aunque no la echó. Su venganza fue mucho más terrible. Unos días después, el hijo, un joven remilgado y todavía menor de edad, se le insinuó cuando ella estaba limpiando el salón. Susana, como es normal, lo rechazó porque estaba casada y era madre de tres hijos, porque el imbécil adolescente era veinte años menor que ella y portaba una estupidez digna del recién elegido presidente de la hasta entonces, justo hasta entonces, nación más importante de este planeta, y porque, en definitiva, olió que allí había gato encerrado. Así pues, el ocelote quinceañero, despechado, le pegó una patada a la minúscula perrita que campeaba por casa, y le partió las dos patitas de atrás. Llegó la doña, el hijo acusó a Susana de haberlo intentado violentar y de patear al chucho peludo, aquella llamó a la policía y, sin mediar defensa alguna, porque donde hay riqueza no manda la justicia, nuestra amiga ingresó en el talego hasta que fuera posible determinar el grado de culpabilidad mediante un juicio rápido en el que, por supuesto, no tenía nada que hacer frente a la escuadra de abogados de la hija de puta del chalé de lujo. - Estás de coña, ¿no? -dijo MC, abriendo mucho los ojos. - ¿Te parece que estoy de coña? -preguntó JL, entornando los suyos. - No está de coña, MC -aclaré yo, aunque ella ya lo había notado. - Vale. Esto es un caso para Colmillona y Pinchacuellos -susurró MC. - ¡Deja de usar esos nombres, MC! -protesté yo. De hecho, las denominaciones habían sido idea mía, pero con el tiempo había sido ella la que las había adoptado como motes para las andanzas que, de vez en cuando, debíamos asumir en la defensa de los más débiles. Y a mí habían acabado por cansarme. - Todavía no te he pedido que te pongas un traje de cuero, así que no te quejes -me dijo ella, levantando el índice. - Un traje de cuero. Creo que de esto ya hemos hablado en otras ocasiones, y te he insinuado que a ti el traje de cuero te quedaría mucho más… -comencé a recordarle. - Te callas. O te parto la jeta -cortó ella. - Vale, dejadlo ya -sugirió JL-. ¿Qué vais a hacer? ¿Presentaros en el chalé y pegarle una paliza a todos? - Precisamente -contestó MC, enseñando los colmillos. - Joder, tía, no me parece lo mejor, ¿sabes? ¿Qué quieres, que Susana no salga de la cárcel en toda su vida? -protesté yo. - Mira, L -me espetó MC-: nuestra amiga está metida en un lío gordo. Vale. Podemos intentar legalmente hacer que salga en los próximos días, a la espera de juicio. Vale. Pero no me fío un pelo de esos cabrones y de los amigos que tengan en la política, en la policía y no sé dónde más. Ya lo hemos vivido antes. Las cosas nunca son tan fáciles. Así que déjamelo a mí. Tengo un plan perfecto. Tú sígueme, y haz lo que te diga. Y te aseguro que para mañana por la tarde Susana está otra vez en casa, acunando a Antoñito o echándole un puteo a Ramón. - En fin: si ella dice que tiene un plan, es que tiene un plan. Nos vemos a la vuelta, JL -le dije, poniéndole una mano en el hombro. - Estáis locos. Yo solo quería contároslo, he visto a MC y… - Tranquilo. Ya sabes: hace veinte años eramos bastante más bestias de la cuenta. La edad nos ha vuelto más… sutiles -le susurró MC guiñándole un ojo y despegando los pies del suelo. JL, por tanto, no tuvo más remedio que confiar, darnos la dirección de la infeliz familia y vernos partir. Y así fue, estimado lector, como surcamos de nuevo los cielos de la noche malagueña en busca del rancio chalecito para ayudar a que sus habitantes tomaran la decisión correcta o, en caso contrario, liarla parda. Era el lugar un compendio de todas las ideas que pueden cruzar por la cabeza de alguien que, dotado de una educación mediocre, se encuentra nadando en billetes y, en vez de preocuparse por aquella, se dedica sin piedad a emplear estos de forma desafortunada. En el jardín había tal rocío de estatuas de las más variadas envergaduras y épocas, que daba la impresión de ser el cuarto de atrás de cualquier Pasaje del Terror de medio pelo. Baldosas y baldosines caros y sin ton ni son llenaba las paredes exteriores, y puertas de cristal se confundían con maderas añejas en pocos metros. Podríamos seguir con la descripción del lugar, pero supongo que ya se hace una idea, así que continuaré con los hechos acaecidos. Después de separar de sus goznes una de las puertas que abría al jardín, con un empujón medido, buscamos entre las sombras algún tipo de alarma. Esta dominaba solo la entrada, ya que, como hizo notar MC, la perrita necesitaría darse sus garbeos de noche, lo que hacía difícil extender el alcance de la vigilante luz noctámbula. Así pues, y tras olisquear un poco para saber exactamente dónde estaban nuestras víctimas, MC me susurró: - Yo subo al cuarto del niñato. El de la derecha, creo. Es hijo único, por lo menos esta noche. Están solos la madre y él, no se huele la presencia de nadie más. Tú ve al dormitorio de la guarra de la dueña, y recuerda todo lo que te he dicho en el camino. - Vale -respondí yo, mientras navegábamos por el techo de la cocina, rumbo a la escalera-. Fíjate: la perra de los cojones. Se me acaba de ocurrir una idea. Y, bajando hasta el minúsculo animal, lo cogí con parsimonia y me lo metí debajo del jersey. Ni se inmutó: seguramente iba hasta arriba de algún tipo de calmante, porque tenía las dos patas rotas escayoladas. Era una especie de rata llena de pelos con un lacito rosa, aunque MC se empeñara en llamarla Yorkshire Terrier. Entró MC en el cuarto del pseudo violador presuntamente acosado por Susana, y yo me colé en el de la cincuentona. Flotaba en el ambiente de la habitación un extraño olor que, para qué negarlo, me daba muy mala espina. Me levanté hasta el techo, cogí el móvil, que usaba solamente para hacer fotos desde encuadres imposibles, me lo puse bajo el mentón y dije, con voz ronca y teatral: - Quédate quieta y escucha, hija de mortales. - ¿Qué? ¿Quién…? -preguntó ella, con gruñidos típicos del que se acaba de despertar inesperadamente. - Yo soy el enviado por los… -dije mientras sacaba el can de debajo del jersey y lo sostenía por la cabeza, delante de mí y un poco a la izquierda. - El mismo cabrón, otra vez. ¡Pues toma! -me gritó a bote pronto la zorra. Sin darme tiempo ni a preguntarme qué demonios pasaba, escuché un “click” seguido de un estallido con un resplandor, sentí un impacto y advertí que mi cara y mi boca se llenaban de sangre y tripas. La luz se encendió mientras la mujer gritaba: “¡Te he dado, te he dado, te he…!”. Cuando vio lo que había pasado, chilló de terror. Mi mano seguía sosteniendo la cabeza de la rata peinada. De ella colgaban algunos tendones y parte de la espina dorsal, pero lo demás había reventado y salpicado paredes, techo y a mí mismo. - Mi Nadia… Mi Nadia… Mi Nadia… -se puso a repetir revólver humeante en mano, mirando la cabeza de la difunta perra, que había muerto, gracias a Dios, bajo los efectos de las drogas proporcionadas por su asesina. - ¿Pero qué zorra estúpida se lía a tiros antes de despertarse? ¡Te has cargado a la puta perra, joder! -chillé, todavía sin haberme recuperado del susto. - Yo… yo… -repetía ella, aún sin reaccionar. Para prevenir otro disparo, esta vez probablemente más certero, en cuanto la horripilante mujer despeinada volviera en sí, me llegué hasta la cama, cogí de un tirón la pistola, le doblé el cañón y se la devolví. - Tú eres… ¡Tú eres él! -gritaba ella mientras tanto, aterrorizada. Entonces fue cuando, preguntándome qué significaban aquellas enigmáticas frases, la miré más concienzudamente, hice el rápido ejercicio mental de colocar encima de aquel horripilante careto una cantidad considerable de maquillaje y, con la boca abierta, apareció ante mí la facha a la que había asaltado en calle Nueva hacía algunas horas. Me quedé de piedra. Justo entonces se escucharon unos gritos pasillo adelante y, por la puerta abierta, apareció MC sosteniendo en volandas, de una sola oreja, al joven hijo del orco femenino que tenía enfrente, que venía dando patadas al aire y chillando como un gorrino a punto de ser sacrificado. - ¿Pero qué coño…? -me dijo MC, al ver el sanguinolento espectáculo y antes de lanzar al chaval sobre el colchón y cruzar los brazos con mirada de pocos amigos. - Tenemos un problema, Colmillona -le susurré, sonriendo estúpidamente-. La conozco. Hace unas horas le mordí. Parece increíble, pero es ella. Y mira, ha reventado a Nadia de un puto tiro con el pistolón que lleva en la mano -al decir esto le enseñé la minúscula cabeza del bicho, a lo que respondió ella con un gesto de considerable asco-. Una locura. - Vaya -me susurró ella a su vez, mientras la mujer seguía mirándonos flotar en el aire con espanto, y el hijo seguía chillando mirando el espeluznante careto de su madre sin pintarrajear-. Pues a mí el cabrón del niñato me ha intentado violar. De hecho, creo que le he partido un dedo de una mano. Que se joda… - En fin, pareja -se dirigió, por fin, a los dos gritones-, se acabaron los lamentos. Como habéis visto, somos dos hijos de perra endemoniada, con perdón de la difunta… de cabeza presente, con muy malas pulgas. Si no os calláis ahora mismo, mi compañero se comerá la cabeza de Nadia, y os escupirá los huesos en la cara. ¿Verdad? La miré con el rostro del que se encuentra haciendo el papel de Olivia después de que le hayan ofrecido ser Popeye, pero, teniendo en cuenta la situación, y sabiendo que no estaba el horno para discutir sobre la calidad de la levadura, respondí afirmativamente. De hecho, abrí mucho la boca y, con considerables arcadas, acerqué la cabecita fiambre a mis fauces. - ¡No! ¡Parad, por favor! -gritó el joven, y callaron ambos. - Te informo, niñato de mierda -aclaré-, de que ha sido la merdellona de tu madre la que ha salpicado las tripas de Nadia por toda la habitación. - ¡No quería! -protestó la mujer, con lágrimas en los ojos. - ¡Mamá! -se lamentó el hijo, con lágrimas en los ojos. - Ya basta -terció MC, sin lágrimas en los ojos-. Veréis: tenemos una amiga común, Susana. Si mañana por la mañana no vais al juzgado, o llamáis a vuestros abogados o a quienquiera que os esté llevando el caso, y quitáis todas las acusaciones falsas que habéis puesto, volveremos. Es más: tengo aquí un vídeo curiosísimo, hecho con mi móvil, de tu hijo intentando meterme las manos y… todo lo demás más allá del fin de la espalda. Solo tengo que hacer “click” y subirlo a Youtube para que tú, mamón, pases una temporadita a la sombra. Y haré “click” si vosotros no hacéis lo que tenéis que hacer antes de mañana a mediodía. Palabra de endemoniada. - Y ahora, si nos permitís -continué yo, viendo que la situación estaba chispa más o menos controlada-, os vamos a dejar para que podáis arreglar un poco la habitación, que está hecha un desastre con todas estas cosas reventadas por en medio, y montar el velatorio de vuestra asesinada compañera de vida. Seguidamente les lancé la cabeza y colgajos adyacentes, que cayeron entre las de ellos dos y produjeron una nueva cantidad nada despreciable de chillidos, y destrocé la cómoda de lujo que había junto a la entrada del dormitorio, hice trizas los cuadros que colgaban de la pared y destruí a puñetazos las puertas del armario de caoba y la lámpara de araña que pendía del techo. MC me miraba divertida, supongo que pensando que los hombres somos muy simples aunque nos volvamos vampiros. Nos despedimos y, satisfechos por la conclusión del trabajo realizado, no desde luego por sus primeros compases, volamos de vuelta a casa de JL. - Todo muy sutil, amiga -ironicé durante el viaje. - Parece que cada vez te mola más lo de ser un superhéroe. Te veo con antifaz, amigo -ironizó, a su vez, MC. - ¿En serio habías grabado al cabronazo ese mientras intentaba toquetearte? -pregunté, asombrado. - Ni de coña. Pero se lo ha tragado. Es imbécil. Piensa con el rabo, y creía, yo qué sé, que yo era una enclenque hembra dispuesta a lo que él quisiera. Aunque eso es normal en los hombres a su edad… Bueno, también a su edad -contestó MC. - Gracias, no esperaba menos de una feminista como tú. Recuérdame que no se me ocurra meterme contigo. Eso de la oreja ha tenido que doler -dije, devolviéndole el cumplido-. En fin, supongo que, después de la que hemos liado, harán lo que tienen que hacer. No quiero volver a ver la jeta de la tipa esa en mi vida. Qué asco. - La vida es así de curiosa, quillo -reflexionó MC-. ¿Quién te iba a decir que ibas a atinar chupándole la sangre esta noche a la misma que había metido en la cárcel a Susana, y que después nos íbamos a meter en su casita a joderles la vida a ella, a su hijo y, sobre todo, a la pobre de Nadia? También es suerte… - Oh, tú ya sabes que para mí la vida es un misterio. Así que, si quieres, llámalo suerte. Yo creo que todo está conectado -terminé. Y poco más, querido lector empedernido. JL se asombró y alegró a partes iguales cuando le contamos la aventura. En efecto, al día siguiente desaparecieron las denuncias, y Susana pudo volver a casa al poco tiempo, a seguir con su vida. No mucho más tarde tuvimos, juntos, otro cisco por causa de unos refugiados que llegaron a la playa una noche, y de unos tipos dispuestos a sacarles partido; pero esa historia la dejaremos para otro ratito. Nosotros tuvimos que desaparecer un tiempo de las zonas que solíamos transitar, porque la policía empezó a preguntar por un par de saqueadores de viviendas de lujo que habían destrozado el dormitorio de una honorable mujer cuya perrita, Nadia, había muerto defendiéndolos. Sí: podríamos haber vuelto al lugar de los hechos para sacarle los ojos a ella y al bastardo de su hijo después de la publicación de aquella noticia, pero llegamos a la conclusión de que, al fin y al cabo, ellos no daban para más, y nosotros tampoco íbamos a ganar nada viendo de nuevo aquella espantosa facha. Así que, sin más, seguimos con nuestro día a día. Que no es poco. Gracias por su atención, y hasta otro sutil recuerdo de este poco gentil no-muerto.

Siempre suyo: L


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