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  • Foto del escritorLlamas, J.M.

Sin llaves en Tontera

Actualizado: 1 ene 2022


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- Y como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre siempre de permitir que entre cualquiera… -dijo la señora Magloire.

En ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia.

- ¡Adelante! -dijo el obispo.

Victor Hugo, Los Miserables.

Érase una vez una ciudad en la que el progreso había alcanzado unos niveles extraordinarios: las alarmas y las cerraduras de seguridad habían ocupado el lugar de los perros, y los perros habían sustituido a los niños.

Sí, quizás esta presentación hace que la evolución de aquella sociedad no resulte demasiado espectacular, es verdad. De todas formas, he de advertiros que, a medida que nos acerquemos, la imagen irá adquiriendo contornos más tenebrosos, porque la población se había convertido en una vasta extensión de celdas individuales dentro de las que cada individuo creía vivir muy seguro, protegido de los peligros que acechaban en el exterior, al menos con tres llaves de seguridad y una escandalosa alarma. Esto, claro está, es así si uno se pone en el lugar de los individuos de la ciudad, porque, visto desde fuera, daba más bien la impresión de que en realidad cada uno de ellos estaba encerrado en su propio habitáculo, encadenado por los medios más modernos y seguros del mercado. Cada individuo salía, eso sí, un par de veces al día a pasear a sus perritos, hasta que estos se convertían en perrancos y debían ser enviados al «Hogar de la descanización digna», o, en otras palabras ciertamente prohibidas por las autoridades del lugar, eran sacrificados y sustituidos por perritos nuevos.

No se oían llantos o risas de niños por las calles, ni se movían los columpios de los parques a no ser con el viento, ni, desde luego, se escuchaba a los ancianos narrar cuentos como este, porque los ancianos y los niños, que resultaban inservibles para los individuos del lugar del que os hablo, ya no se veían. Parecía que hubieran dejado de existir.

Un buen día apareció en esta ciudad, cuyo nombre es, pongamos por caso, Tontera, un individuo diferente. ¿Por qué lo defino precisamente así? Porque, la verdad sea dicha, al llegar no hizo un ruido especialmente fuerte, rechinante o molesto, como el que surge, por ejemplo, al pasear las uñas por la superficie de una pizarra, sino diferente. Y esa palabra, diferente, era peligrosa en Tontera, porque… En realidad nadie sabía exactamente por qué, así que diremos que era peligrosa porque sí: estaba muy mal visto ser diferente allí. En fin: este individuo al que nos referimos llegó, abrió la puerta de su celda con el manojo de tres llaves de seguridad que le habían dado junto con la escritura de posesión del habitáculo, ras – ras, crack – cratacrak, cling – recling, y luego…, luego vino el ruido diferente que lo cambió todo, y que fue algo así como clingreclangrascrackflop. Porque, queridos amigos, acababa de tirar las llaves por una alcantarilla. Así de simple.

Quizás os digáis: «no creo que las haya tirado. Se le habrán caído. ¿Quién en su sano juicio abre su casa recién comprada, con sus tres llaves de seguridad, y después tira el manojo de llaves, así tal cual, por la alcantarilla?». A mí no me miréis: yo solo soy el narrador. Pero sí, asombraos: ¡el recién llegado acababa de lanzar al sub-mundo las llaves de su celda ultramoderna!

Este acto, naturalmente, fue solo el principio. Lo siguiente resultó todavía más diferente, y consistió en sacar una silla a la puerta abierta de par en par, y ponerse a silbar una canción: los expertos dicen que se trataba de algo de Pink Floyd sobre un pensamiento único que esclaviza, y un muro que cae, derrumbado. En Tontera, por supuesto, estaba prohibida esa clase de música, y solo se escuchaban ritmos machacones con letras tan interesantes como «me gusta tu fla-fle-flín, flín flín flín, dame, dame, dame más fla-fle-flín», o bien tonos relajantes, burbujeantes, reikinosos, yogaínicos y acampanolados de corte oriental, cosa que, sinceramente, no sé lo que es, pero suena a algo entre imbécil y somnoliento, ¿no creéis?

Los individuos que vivían protegidos dentro de habitáculos vecinos al de aquel hombre, el de la puerta abierta y el silbido, buscaban en las múltiples pantallas internas de sus celdas, conectadas virtualmente, imágenes de las cámaras externas que informaran acerca de la procedencia de aquel extraño ruido tan diferente, y quedaron anonadados al descubrir que había alguien con la puerta abierta, sentado en la calle, sonriendo de oreja a oreja, y silbando. Pero lo peor, si miramos la escena desde su punto de vista, no fue eso.

Lo realmente escabroso sucedió cuando comenzaron a llegar niños y ancianos callejeros (de esos que, en Tontera, habían sido abandonados por los adultos para comprar perritos que después se convertían en perrancos y eran ingresados en los «Hogares de la descanización digna» para comprar, a su vez, otros perritos), que, si recordamos, parecía que hubieran dejado de existir, y se pusieron a hablar con el tipo de la puerta abierta.

¿Qué hacían allí aquellos niños y aquellos, en palabras de los indignadísimos individuos de Tontera, viejos, en vez de estar encerrados en sus respectivas «Niñeras» o «Viejeras», que eran edificios muy parecidos a las antiguas perreras, pero para niños y viejos? Aquí se debe aclarar algo: las «Niñeras» habían entrado en desuso, porque ya no era necesario ni estaba de moda tener niños, y los que quedaban, abandonados a su suerte, se solían reunir en pandillas salvajes, según se cuchicheaba entre celda y celda de los honorables individuos tonteranos, e intentaban atacar de forma monstruosa las segurísimas poblaciones de habitantes de Tontera, aunque ninguno había sufrido uno de estos supuestos ataques; en cuanto a los ancianos, con ellos había ocurrido algo parecido, si bien los asaltos, según noticias publicadas por el Tonteradiario, eran menos bestiales que los de los infantes. De hecho, la tercera llave de seguridad se había impuesto como protección contra «los niños y los viejos salvajes».

Volvamos, pues, al momento que nos ocupaba justo antes de la necesaria aclaración. ¿Qué pasó después de que llegaran los niños y los ancianos a la puerta abierta por aquel diferente? Algo realmente difícil de creer para los individuos encerrados cada uno en su propia celda: se congregó una gran muchedumbre, o manada, dirían ellos, cosa absurda e innecesaria cuando se está conectado virtualmente sin tener que abrir la puerta excepto para pasear al perrito. Los ancianos, de repente, se pusieron a contar historias a los niños, historias de otros tiempos en los que los ancianos contaban historias a los niños, y los niños escuchaban embelesados: y es que en realidad aquellos ancianos abandonados nunca antes habían contado historias, y aquellos niños abandonados nunca antes las habían oído.

El hombre de la puerta abierta los reunió a todos, e incluso, y esto es todavía más difícil de creer, pero pasó así, a más de un habitante de Tontera al que la contemplación de aquella escena tan diferente le había despertado una pequeña llama que creía apagada dentro de lo más hondo de eso que en otros tiempos se había llamado «alma», y que en la ciudad se conocía por entonces como «una elevada e intrincada sucesión de conexiones basadas en intercambios de sodio-potasio, controlables mediante la psicología, la psiquiatría y, en caso de necesidad, la astrología».

Así pues, algunos humildes insatisfechos de Tontera, que no gastaban todo su tiempo mirándose el ombligo, abrieron sus puertas y se pusieron a escuchar, junto con los ancianos y los niños, las palabras de aquel hombre. Se hizo un silencio ensordecedor, y el señor de la puerta abierta, levantando una mano, abriéndola y mostrando un agujero que la atravesaba por completo, proclamó con suavidad:

«¡Felices vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios! ¡Felices vosotros, los que tenéis hambre, porque seréis saciados! ¡Felices vosotros, los que lloráis, porque reiréis! ¡Felices vosotros, los proscritos…!».

Por supuesto, la policía de Tontera llegó, aullando como una manada de lobos, para parar aquella amenaza; pero ya, queridos amigos, era tarde. Había comenzado un tiempo nuevo: el de las puertas abiertas. El de las personas, incluidos, por supuesto, niños y ancianos, acogedoras, libres, austeras, unidas y dispuestas a lanzar redes de libertad y comunión.

Para qué vamos a negarlo: fuimos odiados, y excluidos, y nuestros nombres fueron declarados proscritos por las autoridades tonteranas, esa es la verdad. Pero hemos sido plenamente felices, mientras dentro de las celdas individuales cerradas con tres llaves de seguridad y alarmas se oía solo el susurro sibilante de almas encadenadas, condenadas a prohibir, acusar y rechinar los dientes.


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