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  • Foto del escritorLlamas, J.M.

Implosionante

Actualizado: 1 ene 2022


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«Ya se marcha el siglo XX,

nos cantaban impacientes,

con la mirada en el futuro.

Y se marchó el siglo XX, pero llegó el XXI

con el hambre, la matanza

y el progreso hecho venganza

contra tanta humanidad,

de una manera que ya

no nos queda ni esperanza.

Lástima de escuchar aquellos pasodobles

veinte años más tarde,

veinte veces más pobre,

y que me siga valiendo aquel mismo final:

me da vergüenza ser un hombre».

Juan Carlos Aragón, La Gaditanissima,

pasodoble Cuando en su lecho de muerte.

Los dos jóvenes se encontraron en el cruce arenoso de siempre y, juntos, caminaron hacia una enorme tapia ruinosa y circular que desembocaba en la orilla pedregosa del mar. Atravesaron una calle sin luz eléctrica en un barrio sin luz eléctrica de una ciudad sin luz eléctrica, salvo para aquellos pocos genios que conseguían, de cuando en cuando, poner en marcha mustios generadores reconstruidos a partir de piezas abandonadas de otra época anterior, logrando, con más pena que gloria, un hilo de mugrienta claridad artificial. Se puede decir que esta era la excepción que confirmaba la regla, constituida por boquetes y ventanales de decrépitos edificios brillando débilmente a base de quinqués o candiles, lámparas de aceite, velas o antorchas.

- El otro día, de repente, se me ocurrió una cosa que nunca se me había venido a la cabeza. ¿En qué año estamos? -preguntó el joven, a la luz de la luna, mientras trepaba con esfuerzo por la cresta de la tapia que serpenteaba sobre escombros rumbo a mar abierto, donde se perdía entre peñascos de cemento y olas.

- Y yo qué sé, Grabiel -le contestó la joven, después de haber llegado a un caprichoso patio interior inclinado que parecía asomar en mitad del círculo central de los vetustos vestigios de la construcción, mientras se acomodaban sobre unas mantas que acababan de sacar de escondrijos secretos en los que iban ocultando desconocidos tesoros anónimos hallados por doquier-. Dos mil ciento y pico, me parece. Pero es mejor que se lo preguntes a los que viven más allá de las fronteras, en esos sitios con luz eléctrica de verdad, no las cuatro bombillas amarillentas que de vez en cuando enciende tu abuelo. Que menos mal que las enciende, no vayas a creer que lo estoy criticando ni nada de eso. Pero por lo visto, según he escuchado, ellos tienen incluso unos aparatos rarísimos que cuentan el tiempo, y te pueden decir la hora exacta, el día, el mes y el año. Aquí, desde luego, el que más sabe de eso es tu abuelo. ¿No te ha contado nunca lo que pasó, y por qué estamos así ahora? Él era solo un niño. A mí me encanta esa historia, aunque es muy triste, la verdad.

- Ya sabes que cuando llego de encerrar a las cabras mi abuelo está casi siempre durmiendo como un tronco, Fina -dijo, entornando los ojos, Grabiel-. Menos mal que estás tú aquí, que lo has escuchado un montón de veces. Es lo que tiene ser profesora de los niños del barrio, ¿no? Tienes tiempo para esas cosas. Ahora me lo cuentas otra vez, que sabes que me encanta, y los dos tan felices.

- Muy gracioso -refunfuñó Fina, dándole un codazo en las costillas- Si quieres, yo puedo hacer ese trabajo tuyo tan dificilísimo de cuidar cabras. ¿Puedes tú enseñar a los niños?

- No se me ocurriría en la vida. Realmente ha sido un chiste malo. Hagamos como que no he dicho nada: va a ser lo mejor -suspiró Grabiel, rascándose el costado.

- Vale -repuso Fina, sonriendo y asiéndose la barbilla con el pulgar y el índice-. De todas formas, y ya que estás tan interesado, te lo voy a resumir así en pocas palabras: hace mucho tiempo, antes de que naciera tu abuelo, había aparatos más pequeños que mi mano que, cuando los tocabas, te decían qué hora era, grababan conversaciones, te comunicaban a la de ¡ya! con cualquier lugar del mundo… ¡Incluso se podía escribir en ellos, y hacían fotos! Una locura. Se llamaban teléfonos. Pero desaparecieron, por lo menos en este mundo que conocemos nosotros. También había coches que atravesaban las carreteras a velocidades de espanto, y aviones que volaban por los cielos, y todos funcionaban con unos combustibles sacados de restos de animales y plantas de hace millones de años… De hecho, dicen que los que viven más allá de las fronteras todavía tienen coches, y vuelan en aviones, pero ya no van con aquellos combustibles, sino con electricidad. Alguna vez he creído sentir uno pasando por el cielo, aunque ver no he visto ninguno. Quién sabe. ¿Y por qué desaparecieron? Según tu abuelo hay varias teorías, pero él no se acuerda que hubiera nada de un día para otro que explicara aquello, que pasó, en plan lento, cuando él era todavía muy chico. Quizás se fue acabando el petróleo, que así se llamaba eso con lo que se movían los medios de transporte; a lo mejor ya no había capacidad para producir electricidad, porque una cosa afectó a la otra; puede que llegara una peste nueva, después de que la crisis eléctrica perjudicara también a los laboratorios que hacían las medicinas, y muriera un montón de gente y la población se quedó en cuatro gatos… Lo que está claro es que aquella red de comunicación invisible que recorría casi toda la Tierra hace más de cien años, y aquellos teléfonos inteligentes, y otras mandangas por el estilo de las que sentían orgullosos los habitantes de estas ruinas, antes de que fueran escombros, claro está, se encuentran enterradas debajo del suelo que pisamos.

- No te pongas tan pesimista, niña. El mundo es muy grande -señaló Grabiel, paseando su mano por el horizonte invisible más allá del oleaje-. Seguro que en algún lugar hay gente que utiliza todavía esas cosas. Aquí se fue todo a la mierda, vale, pero quién sabe si más allá, no sé, al otro lado del mar, donde dicen que están esas ciudades que aún se iluminan por la noche, la gente sigue hablando con otra gente que está lejísimos y, psé, se siguen utilizando esas cosas tan modernas de las que habla mi abuelo... Tú, yo y todos los que vivimos aquí no lo vamos a volver a ver, y lo más parecido que tenemos son las bombillas amarillentas que hacen como que quieren brillar de vez en cuando, cuando mi abuelo acierta a echar a andar el generador del barrio. Qué genio tiene el tío.

- Olvídate, Grabiel: todas esas cosas no volverán nunca, porque ya se encargaron de hacerlas desaparecer los que vivieron antes de tu abuelo. Y ni siquiera se dieron cuenta -le dijo Fina-. Pero míralo por el lado bueno.

- ¿Lado bueno? ¿Qué lado bueno? -preguntó Grabiel, sorprendido.

- Aquellas generaciones se encargaron de mandar al carajo su época. Y no fue ninguna guerra catastrófica y mundial, ni unos muertos vivientes se levantaron para comerse a los vivos, ni llegaron extraterrestres con caretos raros y verdes para esclavizar a la humanidad, como muchos en aquellos entonces profetizaban -Fina levantó el dedo índice, y miró hacia adelante-. La gente que vivía aquí se pudrió: así de simple.

- Explícate mejor, que estoy perdiendo el hilo -le susurró Grabiel.

- Yo qué sé, niño. Podían ir a donde quisieran en aparatos que cruzaban todo el planeta, e incluso salir fuera de él. Tenían comida para alimentar cien veces a todos los seres humanos del mundo, y tecnología para poder comunicarse en un santiamén con cualquiera. Tenían la capacidad de elegir a sus gobernantes, escuelas para los pobres y para los ricos, leyes para convivir en paz y poder trabajar dignamente... Pero se dedicaron a engordar como focas mientras la mayoría se moría de hambre, a esquilmar el aire, el agua, los animales y las plantas, a manipular todas aquellas redes de comunicación para que la gente se odiara, a elegir a imbéciles que los gobernaban como imbéciles y los convirtieron en imbéciles, a decidir no tener hijos y educar a los pocos que nacían de una manera cada vez más estúpida, a vivir como esclavos de sus caprichos sin importarles una mierda nada ni nadie más que sus bonitos culos, a convertirlo todo, desde el color de su piel hasta su sexo, en una guerra absurda entre opuestos, a buscar el poder subiéndose en los hombros de la violencia…; y entonces ya no hubo un «nosotros» que mantener, y todo se hundió: los bonitos culos, las familias, las redes, los gobiernos, las relaciones personales y sociales, los animales, las plantas, el agua y el aire... Así que, pensándolo bien, aquel mundo se arrugó, se volvió hacia dentro y luego implosionó. ¡Flop!

- Implosionante -remarcó, sonriendo, Grabiel-. Nunca lo había visto de esa manera. Malditos hijos de la grandísima…

- Psé, no seas tan duro, Grabiel -lo interrumpió Fina-. No creo que llegaran a ser unos hijos de puta. Sus riquezas les hicieron creer que eran dioses, el honor los catapultó hasta la soberbia, y la soberbia les gangrenó el corazón y devoró la esperanza. Fueron unos pobres gilipollas, nada más.

- Jo. Escribe eso, niña. Se me han puesto los pelos como escarpias -dijo Grabiel, después de silbar, mirando al cielo-. Pues nada: ahora estamos nosotros aquí, escuchando el mar y contemplando las estrellas, sentados en las ruinas de nuestros bisabuelos, que creyeron que iban a dominar la tierra y el cielo y terminaron enterrados debajo de toda esta miseria. ¡Qué lejos queda aquello! ¿Verdad?

- Pues sí. Total: vamos a volver a la torre acostada, que, como dice tu abuelo, «por la gloria de mi madre» empieza a hacer frío, y dentro de nada llegará la tormenta de arena.

- La torre que se vino abajo. Cuéntame lo de ese campanario, Fina, que ya no me acuerdo bien.

- Oh, esa historia también es buena: hace cien, doscientos y trescientos años el montón de ruinas en el que vivimos era una gran catedral. Magnífica: en la biblioteca del barrio hay algunas fotografías, y varios libros, me parece. A ver si los busco y te enseño alguno. Pero ya ves: la gente dejó de ir, el edificio se quedó abandonado, después llegó un hambre horrible y aquel terremoto que se llevó por delante a tanta gente, el tejado se vino abajo y ahora solo quedan unos paredones muy bonitos, y la torre, que cayó y se coló dentro, tumbada en mitad del estropicio, y que se ha convertido en un bujío para cabreros y pastores.

- Y menos mal que tenemos ese bujío, con sus campanas de bronce y todo para conservar la comida dentro -repuso Grabiel-. Un buen invento ese de las campanas. ¿Tú crees que esto será el final del mundo?

- Me parece que no, aunque no soy adivina -contestó Fina, encogiendo los hombros-. Tu abuelo dice que no es la primera vez que pasa algo así: por ponerte un ejemplo, hace dos milenios y pico este sitio era una ciudad comercial, con un teatro grande, muy bonito, de piedra y mármol, que estuvo en pie, no sé, trescientos o cuatrocientos años. Y resulta que aquella época también terminó siendo una cagada, y el teatro se abandonó, se convirtió en un saladero de pescado y, mientras llegaban otras civilizaciones, desde el norte y desde el sur, atravesando este mismo mar, acabó enterrado por más de un milenio. Llegó un momento en que la gente no sabía ni que ahí había habido un teatro. Imagínatelo: los que, como tú y yo, se paseaban por aquellas ruinas en el año, pongamos por caso, quinientos, cuando todavía se podía distinguir la estructura del edificio, que estaría chispa más o menos como ahora está la catedral en la que vivimos, se dirían algo muy parecido a lo que hablamos nosotros ahora. Es curioso, ¿verdad?

- Nunca lo había pensado así -suspiró Grabiel, dándole una patada a una piedra-. De hecho, ahora que lo dices, me parece que algún día he llevado las cabras a pastar por allí, unos escalones grandísimos medio enterrados en la falda del monte. ¡No sabes tú nada, Fina! Eres la mujer más inteligente que conozco. La mujer y el hombre, quitando a mi abuelo, porque aquí la mayoría estamos cortitos de ciencia y de historia… El día de mañana se hablará de ti, «La sabia de Málaga», más allá de las fronteras…

- Yo también te quiero, Grabiel -le contestó Fina, dándole un empujón-. Anda, vamos, que nos va a caer el relente y el polverío malagueño.

- Una última tontería, niña. Si existen esas ciudades luminosas al otro lado del mar, ¿por qué no vienen a conquistarnos o, yo qué sé, nos enseñan algo?

- Vete tú a saber -contestó Fina, mientras recogían las mantas y las escondían de nuevo-. Lo mismo no existen de verdad, solo las imaginamos porque lo necesitamos. O existen, pero están igual que nosotros, sin luz. O tienen luz, pero no saben que estamos aquí. O saben que estamos, pero no pueden llegar. O pueden, pero creen que todavía no están preparados. O creen que están preparados, pero no quieren. Lo mismo llegan pasado mañana. Vete tú a saber.

- Pues sí. Vete tú a saber...

Fina y Grabiel se cogieron de la mano, bajaron los muros de los irreconocibles restos del rascacielos del puerto y, a través de las dunas, llegaron al barrio justo antes de que se levantara el viento impetuoso del oeste que traía consigo casi a diario la tormenta de arena. Allá en la ladera del cerro cercano se dibujaba, bañada por la luz azulada de la luna llena, la silueta de las ruinas de una alcazaba de otros tiempos. A lo largo del camino iban saludando a los vecinos que, aquí y allá, antes de cerrar a cal y canto puertas y ventanas para resguardarse de la ventisca, encendían candelas dentro de los desperdigados habitáculos.

La sonrisa agradecida y sincera del abuelo los esperaba en la escalinata de la catedral: había logrado arrancar el motor, y, cual luciérnagas cansadas, una fila de bombillas iluminaba a duras penas la calle central del barrio y el interior del campanario. Juntos atravesaron, zigzagueando entre dos enormes columnas derribadas que se cruzaban en el suelo, el enorme portal de piedra, coronado por una escultura informe; caminaron por pasadizos y galerías que dejaban ver, de cuando en cuando, pequeños tramos del pavimento marmóreo original; entraron a través de uno de los ventanales de la desfigurada torre de la basílica, tendida sobre el piso a lo largo del interior de los muros, de noreste a suroeste, entre pedazos de mampostería, pilastras, capiteles, arcos y cubiertas, y cruzaron por escaleras imposibles y portales grotescos ubicados en paredes y techos hasta llegar a la casa, protegida de las inclemencias del tiempo justo en mitad de la estructura. Olía a pan y a pescado asado, y todos los vecinos que compartían aquellos paredones desgastados esperaban, charloteando animadamente, para cenar juntos.

- ¡Bien, Señor, aquí estamos otra vez! Hace ya tiempo que las cosas nos van bien -dijo el abuelo, después de que todos se hubieran sentado alrededor de una gran mesa-, y te estamos muy agradecidos. Parece que Fina y Grabiel se llevan de maravilla, ¿eh?

- ¡Abuelo! -gritó Grabiel, enarcando las cejas.

- Yo qué sé. Alguien tenía que decirlo, ¿no? -exclamó el abuelo, dando una palmada, mientras Fina prorrumpía en carcajadas señalando con el índice la cara de enfado de Grabiel. Todos rieron de buena gana, incluso él, que vio que no le quedaba más remedio- En fin, vamos terminando ya. Como decía el abuelo Vanderhoff en aquella película, hace ya no sé ni cuánto tiempo, «recuerda, Señor, que no te pedimos más que seguir como estamos, y tener salud», si tú quieres, claro. «Lo demás, como siempre, lo dejamos todo en tus manos». ¡Que aproveche!

- ¡Que aproveche, abuelo! -gritaron los habitantes de la torre desplomada, mientras se iba sirviendo el vino, el pan y el pescado, y fuera, tras los enormes muros de piedra, la arena y el viento golpeaban con furia nocturna los vacilantes vestigios de una época ya sepultada entre las arenas del tiempo, de la que, paradójicamente, como siempre, nacía un brote nuevo, alegre y esperanzador.




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