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Con finado

Actualizado: 5 ene 2022



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Con finado
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«¿De qué cojones estás hablando?».

El Nota. El gran Lebowsky, de los hermanos Coen.


Una gota viscosa caía desde el espaldar de la silla de despacho y restallaba en el suelo de mármol, ondeando levemente la encarnada mancha que se extendía, bajo las ruedas y el par de zapatos apoyados solo con la puntera, por la superficie sobre la que descansaba la enorme mesa rectangular llena de papeles en la que reposaba el portátil donde una raya negra vertical marcaba con ritmo imperturbable su posición tras cinco letras: s e g u r.


Carlos Manuel se levantó temprano. Hoy podía ser un gran día para él: al fin, tras mucha lucha, estaba a punto de conseguir la ansiada hipoteca, aunque para ello hubiera tenido que llevar a cabo en el negocio familiar algunos movimientos económicos ocultos que, no obstante, serían reembolsados en el momento en que recibiera el dinero para el equipo de esquí y el barco, y lo invirtiera convirtiendo en realidad su deslumbrante plan. Tenía que hacer lo posible y lo imposible para entrar en aquel mundillo de miradas altivas y sonrisas fingidas que le abriría de par en par las puertas de su gran sueño: alcanzar las esferas del poder y la grandeza que le había negado la historia hasta entonces.


Se echó colonia, se metió la mascarilla en el bolsillo de la camisa, se cerró el botón de la chaqueta, se volvió a repasar la raya del peinado y salió, rebosante de energía, para dar un último beso a su adorada compañera de vida, que seguro que caería rendida a sus pies cuando todo aquel proyecto milimétricamente planeado hubiera acabado en éxito rotundo. Nada podía salir mal. Nada.


Todo había salido mal. Miraba una y otra vez la pantalla del portátil, y no podía creerlo. Los números del último año resultaban demoledores. Un sudor frío le bajaba por la espalda, cual cuchilla rajando su espina dorsal, y un gélido temblor le sacudió los hombros.


- No puede ser. Puta pandemia. Puta mierda de pandemia y de crisis económica -se repetía una y otra vez, mecánicamente.

- ¿Perdón? ¿Decía, jefe? -se escuchó a través del interfono.

- ¿Qué? ¿Qué haces, estás espiándome? -gruñó él, aturdido.

- ¿Cómo dice? Pero si ha abierto la comunicación usted, jefe.

- ¿Qué?

- Que qué quiere. Que estoy esperando, jefe. A mí, perdone que le diga, me da igual lo que usted se diga así en bajito como si estuviera hablando para dentro, ¿sabe? Yo solo estoy esperando que me diga lo que quiere, y, si no, pues nada, que me lo diga y corto. ¿Corto?

- Es que… no me acuerdo ahora para qué le había dado al botón.

- Pues eso. Que nada, que aquí estoy por si quiere algo, jefe. Tómeselo con calma, ¿eh? Lo dejo ahí con sus cositas de jefe.


Le dio al botón de cortar la comunicación, y siguió mirando la pantalla, fijándose en las dos últimas casillas. No iba a haber más remedio que sacrificar esos dos contratos de alquiler para mantener la empresa con cierto equilibrio entre ingresos y gastos. No había más remedio. El dinero, estaba claro, no aparecería allí delante de sus ojos por más que se empeñara en mirar aquellos recuadros vacíos que anunciaban ruina.


- Pues mira, voy a llevarme medio kilo. Y ponme también unas almejas, de esas, que parece que están frescas. Estarán frescas, ¿no?

- Chiquilla, claro que sí. No te saltan a la cara porque está el cristal por medio.

- Eso espero. ¿Y esas conchas finas? No tienen muy buena pinta, ¿no? Están como… no sé, aburridas.

- No, esas no te las aconsejo -le susurró el pescadero, en su puesto del Mercado Central-. De hecho, las voy a poner aquí detrás. Nada, que me las han colado. Y eso que suelo estar atento a todo, pero esto no lo he visto venir, niña.

- Bueno, de todos modos no tengo el monedero para conchas finas. Venga, pon ahí las almejas. Medio kilo también.

- Y cien gramos de regalo, por ser tú.

- Bueno, muchas gracias. Y ya está. Con esto ya tengo el arroz listo -dijo Mariví, dando una palmada-. Ozú, niño, esto de tener que hacer de comer en el tiempo libre del trabajo es un coñazo. Pero bueno, peor sería no tener trabajo.

- Quilla, no te vaya ahora a dar por estresarte, que tú normalmente eres muy tranquila.

- Razones no me faltan, ¿sabes? Eso de tener que criar a tres niños sola mientras el gilipollas de tu marido se larga con otra… Pero bueno, para qué vamos a contar penas. No me cuentes penas, cuéntame alegrías -tarareó-. Eso sí: ni me ha faltado trabajo, ni ganas de trabajar. Y ahora por lo menos estoy empleada bajo techo, pero vamos, estas manos han cogido muchas aceitunas y tela de uvas. Así tengo la cara, que parece de cartón. Aunque, mira, te lo digo claro: que me quiten lo bailao.

- En fin, Mariví: aquí está lo tuyo. Ya sabes: tómatelo con calma, que tú vales mucho.

- Y aquí lo tuyo. Quédate con la vuelta, anda. Muchas gracias, y que te sea leve, que seguro que aquí tienes que aguantar a mucho sieso.

- Recuerdos a los niños. Hace ya tiempo que no los veo.

- Lo niños, dice. El Manolo tiene ya dieciocho. Es buena gente, pero qué edad más mala, Dios mío.

- Pues sí. Todos hemos pasado por ahí, pero ya ni nos acordamos.

- Eran otros tiempos. Pero tienes razón: estupideces con esa edad, yo qué sé, te puedo contar unas pocas. Qué cosas.

- Venga, ánimo ahí, Mariví.

- Igualmente, Alfredito. Con Dios -contestó Mariví, volviéndose para irse.


En la otra esquina del puesto, un hombre con los brazos cruzados y el ceño fruncido se rascaba la mascarilla con la bandera de España.


- ¿Dígame? -le preguntó Alfredo.

- ¿Ha terminado ya usted la charlita? Que por aquí algunos tenemos prisa, aunque parezca que no le importa mucho. Quiero marisco del bueno para hacer una mariscada. Me da igual el precio. Es para agasajar a unos amigos de bien, no para un arroz de tres al cuarto.

- Vaya -contestó el pescadero, soplando bajo su mascarilla quirúrgica, mirando de soslayo a Mariví, que había escuchado los gruñidos y volvió la cabeza un instante, y encogiendo los hombros-. Pues sí, ya he terminado la charlita. Entonces… quiere usted algo para que se le caiga la baba a alguien muy importante. Pues nada, le voy a ofrecer estas conchas finas que tengo aquí detrás, que están que te cagas. Vamos, que parece que las estoy oyendo gritar su nombre. ¡Venga, niña, no pases de largo, pescado fresco por aquí!


Mirando al mar, ese cartel, que se había quedado viejo incluso antes de ser colocado, parece reírse de la realidad dentro de su cuadrilátero multicolor y los restos de su mensaje, que han transformado el «Málaga European Capital of Smart Tourism» en un «Mála pea pita ma To», como si se tratara de un chiste con poca gracia para todo el que pasa por allí después de dar un garbeo por el otrora grandioso y ahora depresivo Muelle Uno. Bajo los restos del rótulo está durmiendo Luis, aunque nadie sabe su nombre excepto la gente que, de vez en cuando, llega desde Cáritas Diocesana para echar un rato a su lado y ver si necesita algo.


Suele sonreír. Sí, nadie se da cuenta porque siempre lleva la misma mascarilla sucia con el mensaje «Why so serious?» sobre la cara, pero sonríe. Lleva ya tres meses en la calle, pero piensa que ha merecido la pena. Ha perdido el juicio, en todos los aspectos, pero ha jodido bien al mamón de su jefe, que se creía Superman y ha resultado ser un mierdecilla más de los que hay por ahí a patadas. Todavía recuerda su última conversación, por el móvil: «No me hagas esto, Luis. Me vas a joder la vida, tío, y ya te has jodido la tuya. No sigas con esto, te lo pido por favor. No sig». Y colgó. No su jefe, sino él. Colgó, tiró el móvil al váter, le dio al botón de la cisterna, cogió su mochila y se fue de casa. Allí se quedó su vida, pero eso ahora le importa poco.


- Mierda. ¿No te puedes esperar un poco, Sol? ¡Todavía no quiero salir! -gritó, desde debajo del saco de dormir, al sentir los rayos del astro diurno.


En fin. Es verdad que no se le tenía que haber ocurrido ir a juicio contra él cuando lo echó de la empresa sin darle lo que pedía, en mitad de la pandemia. Estaba en juego su orgullo, pero todos le dijeron que pasaría lo que ha pasado: su mujer, su madre, su padre, su amigo, su amante… Incluso el cura con el que fue a hablar en mitad de todo el lío. Y aquí está, solo, con el orgullo atravesándole el ojo sombrío.


- Que les den a todos. Perdí, pero gané.


Oh, sí. Lo ha perdido todo, y ha perdido a todos. Pero su jefe ha acabado arruinado, como él. Y eso no tiene precio.


- Que te den, Carlos Manuel, con todas tus castas.


» Entro al hotel después de limpiar con la manga una pequeña mancha que hay en el cristal de la puerta giratoria. Ya sé que no debería fardar de mi inteligencia ni de mi capacidad de ver negocio donde parece no haberlo, pero nadie me puede negar lo obvio: soy un genio. Mírame: convertir este edificio de un siglo de vida en un contemporáneo y espectacular lugar donde todos van a querer venir a disfrutar de la ciudad es algo al alcance de muy pocos. ¡Dadme el martillo, o tocad la campana ante mí! ¡Suenen los instrumentos: con clarines y al son de cornetas, alabadme!


» Olor a limpieza profunda y a novedad. Olor a… ¿Qué es ese olor? ¿No sacaron anoche la basura, o qué? ¿Y esa… esa mancha en la pared? Sin duda, esto es lo peor de ser el dueño de un hotel tan especial. No se puede confiar en nadie. ¿Qué pasó anoche aquí? ¿Por qué está esa mancha en la pared? ¿Y por qué parece que… que se mueve?


» Llamo al botones, pero no aparece nadie. ¿Nadie en su puesto? ¿Dónde estaba el vigilante que siempre otea la entrada? ¿Y la recepcionista? ¿Y por qué esa mancha sigue moviéndose a través de la pared? Ya, parece imposible, pero yo juraría que… ¿Dónde va? ¿Y este olor tan… nauseabundo?


» Parece que el lamparón está cambiando de forma. ¡Se expande! Y mi manga… La suciedad que limpié con mi manga también me sube brazo arriba, y se está convirtiendo en… ¿Qué es esto, por todos los demonios? Parece una boca. ¡Unas fauces! ¡Unas fauces infernales con colmillos retorcidos! ¡Me está mordiendo! ¡Me está mordiendo el brazo! ¡Acaba de salir de la pared, me persigue, quiere tragarme! ¡Aaaaaaaaa…!

El dueño del hotel despertó gritando, bañado en sudor. Se había quedado dormido en uno de los sofás del salón comedor, bajo la tenue luz del plafón con forma de platillo volante que tenía justo encima. Su grito aún resonaba entre las esquinas de la enorme sala vacía, como todo el hotel. Hacía ya un mes y medio que no venía nadie, y hacía treinta días que había tenido que despedir a todo el personal hasta nueva orden. ¿Y por qué estaba él allí, en el salón? Porque había decidido vivir allí. De hecho, ya no se podía permitir tener su impresionante apartamento a las afueras, porque no podía pagarlo.


- La gente es estúpida. Arreglas un edificio antiguo de mierda, y luego resulta que prefieren los hoteles de siempre -murmuró.

- ¿Perdón? -preguntó Yrina, la recepcionista, incorporándose a su lado.

- ¿Qué haces aquí, Yrina?

- Oh, ¿no lo recuerdas? Me diste a elegir anoche: o me desnudaba, o que me buscara otro trabajo.

- ¿Qué? Pero si hace un mes que le dije a todos que se fueran a su casa, menos la señora esa de la empresa de limpieza que de vez en cuando… Tú no deberías estar aquí.

- No se preocupe, señor. He grabado toda la violación con mi móvil. Y ahora lo voy a desplumar. Le voy a sacar hasta la última gota de sangre. Todo lo que yo quiera, usted me lo tendrá que dar, a no ser que prefiera que esto llegue a la policía: solo tengo que hacer “clic”.

- ¿Qué… Qué me estás diciendo, Yrina? ¡Lo nuestro fue cosa de una noche, pero yo no te violé ni nada! Bueno, a lo mejor fui un poco brusco, pero… ¿Qué carajo haces tú aquí?

- Mmmmmmhhhhh… -Yrina se contoneó en el sofá, abrió su boca y enseñó sus afilados colmillos, que no paraban de crecer. Con un veloz impulso se agarró al cuello del dueño del hotel, que sintió dos punzadas profundas.

- ¡Aaaaaaaaahhhh…!

El dueño del hotel despertó bañado en sudor, tocándose el cuello. Se había quedado dormido en uno de los sofás del salón comedor del hotel, vacío desde hacía mes y medio. Aunque aquella misma mañana había dejado entrar a alguien con cara de desesperación. Un tipo de ojos desorbitados al que había encontrado en la entrada, que solo quería una habitación, y que había pagado por adelantado.


- Joder con las conchas finas de mierda.


Las había comprado hacía un trimestre, justo antes del desastre, en el mercado, y acabaron congeladas. La noche anterior le había dado por comerse algunas. ¡El dueño del puesto se las vendió en mal estado aposta, seguro! Aquellas miraditas cómplices entre él y la señora no le habían hecho nada de gracia…


- Perdón, caballero. ¿Quiere usted algún licor? -le dijo el camarero, que parecía haber envejecido décadas desde la última vez que había estado allí sirviendo copas.

- ¿Qué haces aquí en el hotel, Guillermo? ¿Y qué te ha pasado? -preguntó el dueño, agarrándose la cabeza con ambas manos para intentar contener el profundo dolor causado por la resaca, y luego cogiendo la botella vacía de ron que tenía delante y mirando a través de ella al camarero, que parecía muy joven desde el otro lado del cristal. Quitó la botella de en medio, y la cara volvía a verse vieja- ¿Pero qué…?

- ¿Que qué me ha pasado? -contestó Guillermo- Lo de todo aquí, señor. Nos hemos vuelto vetustos en muy poco tiempo, ¿verdad?

Luego soltó una risotada, y un ojo se le desprendió y fue a caer dentro de la copa que tenía justo delante.

- Oh, vaya. Qué molesto. Le ruego que me disculpe. Aunque todo tiene su lado bueno: me temo que ya no quedaban aceitunas para el Martini.


Mariví se lavó la cara para despejarse, en el servicio que había justo al lado de la secretaría. Por fin acababa la jornada, otro día más de supervivencia en el que había resistido como una campeona.


- Hogar, dulce hogar: allá voy.


Se aseguró de que todo estuviera en su sitio. Era muy escrupulosa en su trabajo, pero no le quedaba otra: había por ahí mucha niñata de tetas gordas y culo respingón esperando para hacerse con el puesto. Así que trabajar más de lo debido era su única salida. Sí: no le gustaba mucho estar de recepcionista de un empresario que se dedicaba últimamente a poner gente de patitas en la calle por impago de hipotecas, pero era esto o nada, así que ella se dedicaba a hacer de paño de lágrimas para los que venían, y él era el malo porque… Bueno, porque en realidad era malo. Malo como un dolor de muelas, por lo menos en el tiempo que ella llevaba allí. Lo mismo antes había sido un pedazo de pan, ¡qué sabía ella! Aunque le pagaba puntualmente, y la trataba con respeto. Con eso tenía bastante.


- Jefe, me voy -dijo, apretando el botón del interfono-. ¿Jefe? Bueno, supongo que estará ahí liado con sus cosas de jefe que solo entiende usted, así que me voy, que ya es tarde. No se olvide de apagar las luces antes de irse, ¿eh? Le dejo encendidas solo las del pasillo, para que no se tropiece, y las de su sala, para que no se quede ahí dentro a oscuras. Qué tontería, ¿no? En fin, nos vemos mañana, si Dios quiere. Venga, que descanse. Aaaaaadiós.


Nadie contestó al otro lado. Probablemente estuviera en el váter del despacho haciéndose una macoca con algún vídeo de esos guarros que daban tanto asco. No se lo reprochaba: después del día terrible que llevaban, quizás era necesario. Cada vez que recordaba la cara de ese cliente desesperado, ¿cómo se llamaba? ¿Carlos Miguel? Bueno, ese cliente que le pedía de rodillas que no le exigiera al banco el embargo cuando hacía ya meses que había tenido que echar a todos los trabajadores… La crueldad que mostraba su jefe en momentos así le daba escalofríos, pero a lo mejor era el único modo. La desesperación es muy mala. Y muy vergonzosa. Pobre hombre…


Carlos Manuel miraba, sentado encima de la cama, el cañón de la pistola que sostenía frente a sus ojos. No le quedaba otra opción. Luis lo había dejado seco, aunque hubiera perdido el juicio. Su mujer le acababa de entregar el acta de divorcio. Su hija no quería saber nada de él. El negocio familiar había desaparecido, y se había llevado todos sus ahorros dejándole solo una hipoteca impagable. Y el dueño de la empresa inmobiliaria, Santiago no sé qué, se había mostrado inflexible. No se lo reprochaba. Él hubiera hecho lo mismo. Con los últimos billetes que le quedaban había alquilado aquella habitación de un hotel tan vacío como él.


Tenía que ser fuerte. Tenía que mostrar a todos que de él no se reía nadie. Tendría que haber evitado arriesgarse con esa idea absurda de la compra del equipo de esquí y el barco una semana antes de que llegara el virus y todo se empezara a hundir sin remedio. Tendría que haber dicho antes a su familia que la había cagado, y no buscar arreglos todavía más absurdos para solucionar lo que no tenía otro resultado posible que el fracaso. Tendría que haber hecho muchas cosas, pero ahí estaba, mirando ese agujero de muerte y desesperación.


Lo tenía decidido. Su horizonte de grandeza se había transformado en un abismo sin fondo.


- Venga. Sé fuerte -se dijo. Abrió la boca, y se intentó meter la pistola dentro. Tropezó con la mascarilla.

- ¡Joder! ¡Joder, joder, joder! ¡Inútil! -gritó, mientras se la arrancaba, haciéndose daño en las orejas.


Cerró los ojos. Sintió el cañón, y tocó su frialdad con la lengua. Respiró con profundidad. Contó hasta tres. Mordió el hierro aferrándose a él con los dientes, y apretó el gatillo.


Le voló por los aires la mitad de la dentadura y el pómulo izquierdo. Chilló de dolor. Intentó cortar la sangre que salía a borbotones, y se tocó sin querer el agujero ardiente. Se dio cuenta al instante de que había fallado. Otra vez. Se había destrozado la cara, pero seguía vivo. Lloró amargamente, soltó la pistola y se tiró al suelo, desesperado, revolviéndose entre estertores de tormento. La puerta, que había olvidado echar con llave, se entreabrió, aunque al otro lado no había nadie que pudiera escuchar sus gritos.



La bala perdida, que había agujereado el cristal de la ventana de la habitación del hotel, voló a través de una sábana colgada en la terraza de un piso algunas manzanas más allá, y se coló cortando la acristalada pared de un edificio de negocios en donde se podía leer el texto, astillado por el impacto, «Gestión inmobiliaria y empresarial Santiago Cima», rumbo al respaldo de una silla de despacho en la que estaba sentado alguien que, hasta hacía escasos momentos, miraba fijamente la pantalla de un portátil donde una raya negra vertical marcaba con ritmo imperturbable la posición tras cinco letras: s e g u r.




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