Hay una interpretación que se suele repetir de manera frecuente en nuestra Iglesia española cuando nos preguntamos acerca de las razones de la crisis que estamos viviendo, y que, a grandes rasgos, viene a decir lo siguiente: «Antes la fe era una clave social y cultural de nuestro pueblo, y en este cambio de época ha sido sustituida por el secularismo». Esta explicación, facilona y, por tanto, errónea en alto grado, se va adaptando y acolchando según las circunstancias (en 2021, por ejemplo, se intenta engranar a duras penas con el pensamiento del papa Francisco), pero para comprender el porqué de las cosas, que no es, desde luego, fácil ni tiene una sola causa, hemos de ser conscientes de una verdad clara: esa afirmación, tal cual, adaptada o acolchada, es una fequivocación. ¿Y qué significa esta palabra que me acabo de inventar?
En primer lugar, tenemos dentro de nuestra frase cursiva entre corchetes una confusión entre la fe y la religiosidad social o, dicho de otro modo, la ideología religiosa. La religiosidad social o la ideología religiosa supone una cierta relación con la trascendencia, con ciertas ideas trascendentes, con lo divino o con algo que consideramos divino, y, como consecuencia y generalmente por respeto o miedo, una serie de comportamientos que forman un armazón moral social compartido. Por tanto, podemos decir que antes había una religiosidad social, o una ideología religiosa, de corte católico, que formaba una clave cultural con consecuencias morales claras. Pongo un ejemplo, simple, pero que puede resultar explicativo. Hace poco me decía una persona algo así: “Ahora dejan entrar al templo a rezar a cualquiera. Antes me acuerdo que una joven con escote o con la falda demasiado corta no podía entrar en una iglesia: de hecho, había que entrar con velo. Antes había más respeto”. La gran pregunta es: ¿en qué lugar del evangelio dice Jesucristo algo así, o se puede entresacar de sus palabras o de sus actos algo por el estilo? Busquen hasta agotarse. Será en vano.
Ahora bien: es una fequivocación confundir churras con merinas, o sea, confundir fe con ideología religiosa o con religiosidad social, pero esto no quiere decir que sean opuestas. Porque antes, en aquella sociedad que caminaba entre claves de ideología religiosa “católica”, mucha gente vivía su fe con alegría, se enamoraba de Jesucristo y seguía sus pasos con fidelidad, navegando por el mar de la existencia con plenitud, libertad, misericordia, pobreza, y siendo un interrogante, a menudo escandaloso, para los que mandaban. Esto, desde luego, no se puede dudar. Pero es un error pretender que “la sociedad de antes era mejor que la de ahora” porque existieran estas claves, porque probablemente la gran mayoría de la gente vivía una religiosidad social con dos ejes principales: el contrato con la divinidad, o sea, “hago esto si me concedes esto otro”, y una moral basada en el temor que acababa convirtiéndose en imposición porque formaba parte de la ley social que ordenaban los gobernantes de turno. Pondré un ejemplo claro de alguien que vivió su fe de forma profunda en tal contexto: en 1920, en Málaga, Manuel González García fue elegido obispo titular. Las autoridades civiles, militares y supongo que también religiosas seguramente le hablarían de celebrarlo con una comilona del carajo. Y él decidió que si querían que hubiera un banquete no había problema, pero que serían el obispo, los sacerdotes, los seminaristas y las autoridades los que servirían tal festín, y los invitados serían tres mil niños necesitados. ¡Y así se hizo! Me imagino el careto que se le quedó al alcalde y demás representantes de una religiosidad social que, por cierto, en aquellos momentos estaba muy venida a menos.
De hecho, podemos seguir tirando del hilo: ¿de verdad nuestra sociedad ha pegado una patada a esa estructura de ideología religiosa o religiosidad social que teníamos en la época anterior? Sinceramente, no lo creo. No se está sustituyendo la relación de contrato con la divinidad, ni la moral impuesta, sino el punto final en el que desembocan ambas. Me explico: en vez de hacia una divinidad “católica” simplificada hasta su mínima expresión, ahora al otro lado del hilo están la cultura de la diversión y del consumo. Pero la relación es la misma: el contrato con la diversión y el consumo afecta a toda nuestra vida, y la diversión y el consumo están tomando, en nuestra sociedad, tintes religiosos claros. Y, si no, miren la estructura de los grandes lugares de ocio. “Plaza Mayor”, a las afueras de Málaga, está construido con el estilo de un pueblo, campanario incluido, cuyo edificio religioso es el multicine que está al centro. Y, hablando de cine, vean la ciudad “Rouge City” de IA: Inteligencia Artificial, de Steven Spielberg (en la portada), que explica muy bien esto, me parece a mí. En cuanto a la nueva moral que se está imponiendo, tiene muchos más mandamientos y es mucho más estricta, sin duda, que la de la época anterior: incluso nos va llegando una nueva “inquisición” con tintes diferentes, pero con el mismo modelo que aquella “inquisición” protestante que “quemaba brujas” porque en las “redes sociales” (el cotilleo, vamos) del pueblo se había corrido la voz de que lo eran; de hecho, me parece que la moral del deber ha sido sustituida por la moral del derecho, que lleva a dividir y subdividir el pueblo en grupos que reivindican sus derechos inalienables sobre los de los demás, lo cual tiene como consecuencia la desaparición de cualquier estructura social, que se diluye en “Reinos de Taifas” cada vez más numerosos y opuestos. Pero, en definitiva, creo que la estructura básica de ambas “religiosidades” no ha cambiado demasiado.
Y hablando de los Reinos de Taifas, vayamos más al fondo: ¿es la primera vez que esto pasa? Porque leyendo las depresivas y lacrimógenas reflexiones de algunos teólogos sobre el momento actual diríase que esto que está sucediendo no había ocurrido nunca. Otro gran error, a mi juicio. Podemos hacernos una pregunta: ¿alguien piensa que el teatro romano de Malaca, o la maravillosa ciudad de Itálica, desaparecieron de la faz de la Tierra así de repente, o fueron reducidas a ruinas por algún imperio monstruoso que venía del norte o del sur? Por supuesto que no. Desde que se construyó el teatro romano hasta que comenzó a convertirse en ruinas pasaron probablemente cuatrocientos o quinientos años: es decir, más tiempo del que tiene la actual catedral de nuestra ciudad. Y durante ese periodo se comenzó a dar un cambio de época que, sazonado con crisis económicas, sociales y sanitarias horribles, gobernantes idiotas y flujos migratorios variados, transformó la estructura social de tal manera que el pueblo dejó de interesarse por el “pan y circo” que había sido clave en la época clásica, y aquel maravilloso teatro quedó reducido a un secadero de “garum”. Otro ejemplo claro: ¿alguien piensa que cuando Agustín de Hipona se enteró de que Alarico había quemado Roma adivinó que dos o tres siglos después el mundo iba a ser otro radicalmente diferente, al que los listorros modernos de ombligo infinito pondrían el estúpido título de “Edad Media”? No, claro que no. Sin embargo, quizás como el 11 S, o como la pandemia del coronavirus, aquella entrada del bárbaro en la Ciudad Eterna como Pedro por su casa supuso un signo de que se había pasado de una época de cambios profundos a un cambio de época. Justo en aquellos momentos el teatro de Málaga había ya dejado de funcionar porque la globalización que lo había creado (el mismo edificio, con ligeros toques distintivos, que en cada una de las demás ciudades medianamente importantes del mundo clásico, como hoy los campos de fútbol o los centros comerciales) había implosionado.
Y se pueden poner, desde luego, muchos ejemplos de esta “religiosidad social” arcana que se nos pretende vender como fe, y que se ha dado siempre: en el siglo IV (¡OMG, aquellos comienzos tan puros!) los obispos Atanasio de Alejandría e Hilario de Poitiers fueron expulsados de sus diócesis porque defendían que Jesucristo es verdadero Dios. ¿Y quién los expulsó? Nada menos que el emperador “cristiano”, Constantino, al que se la traía floja quién era Cristo mientras su enseña le ayudara a conquistar el máximo territorio posible, y que no tuvo ningún problema en asesinar a gran parte de su familia sin por ello dejar de ser “creyente”. Un poco más adelante, en el siglo V, León Magno, que era el papa, sufrió los violentos juegos del poder, desde dentro de la propia Iglesia y desde las autoridades civiles, antes de que el concilio de Calcedonia pudiera aclarar la cuestión de la personalidad de Cristo, necesaria para comprender cómo nos ha salvado. Incluso un obispo, Flavio, fue traicionado, encarcelado y murió en deplorables condiciones; su escrito, recuperado por León, fue la clave de aquel concilio clave. Por último: ¿quién metió en la cárcel, ya en el siglo XVI, a Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola o Juan de la Cruz? ¿Fueron los malvados paganos? No, por supuesto: fue la inquisición española, muestra indudable de esta “ideología religiosa católica”.
Por tanto, hablemos claro: en la España de hace setenta años la fe católica no era un fundamento social que hacía que todo fuera chupi calabaza, y que ahora, al ser eliminado, hace que todo se haya vuelto caótico y muy desagradable. En la España de hace setenta años había una ideología religiosa, o una religiosidad social, que hacía que el pueblo en general tuviera una relación con la divinidad católica, comprendida de un modo lejano, simple, en base a la necesidad y a la rigidez moral del deber, y no al deseo o al amor. Y en la España actual hay una ideología religiosa, una religiosidad social que hace que el pueblo en general tenga una relación con la divinidad del consumo y la diversión, comprendida de un modo lejano, simple, en base a la necesidad y a la rigidez moral del derecho, y no al deseo o al amor. Y allá y aquí había y hay personas que descubren la fe, que se enamoran de Dios amor y misericordia, que quieren entregar la vida y caminar tras las huellas de Jesucristo en base al deseo y al amor, y no a la necesidad o a la rigidez moral del derecho o del deber. Además: si hoy nuestra Iglesia española huele, en más de una ocasión, a alcanfor regado con incienso, probablemente sea porque se quiere recuperar aquel mundo que, gracias a Dios, está cayendo. Y esto es lo verdaderamente triste de nuestra situación actual, ¿no les parece? De hecho, dejo aquí una cancioncilla de un grupo español muy curioso, Vetusta Morla, que le pone música a esta caída del "viejo mundo". Aunque creo que no atinan en su visión profética del "mundo nuevo", su radiografía me pone los pelos de punta, porque creo que es asombrosamente atinada.
Estamos asistiendo a un cambio de época. Pero, creo yo, no es un cambio desde una época “de fe” a una época “post-cristiana”. No nos miremos tanto la barriga, por favor. La época que estamos dejando atrás es la modernidad, con su pretendida globalización en la que el centro de todo es el ombligo de la grandeza de la humanidad que se cree todopoderosa, como se creían los que estuvieron aquí hace dieciocho siglos y construyeron carreteras que llegaban desde Gades hasta Athenae del tirón, y copias casi igualitas de edificios por todo el orbe conocido. Y la Iglesia ha formado parte, en parte, de esta época: ¿o no suena a tufillo adolescente de “Pablito estuvo aquí”, en parte, la moderna grandeza del Vaticano con su “IN HONOREM PRINCIPIS APOST. PAULUS V BURGHESIUS ROMANUS PONT. MAX.”? La moderna grandeza del Vaticano y la de, en fin, la mayoría de catedrales, iglesias y hasta capillas en honor de “pontífices” modernos de todo tipo, algunos de ellos muy cercanos a nosotros.
¿Y qué época está por venir? Ni idea. Eso lo dirán los que nos miren desde la distancia temporal y cultural, dentro de cientos de años. Probablemente creerán, como lo hemos creído nosotros, que lo que pasó desde hace un par de siglos hasta lo que llegue dentro de otro par de ellos ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y que nuestros grandes edificios que creemos monumentos imperecederos, y de los que no quedará piedra sobre piedra, no porque lo diga yo, sino porque lo dijo Jesús y porque ha pasado una y otra vez, desaparecieron de la noche a la mañana. Será una auténtica fequivocación. Qué cachondo, ¿verdad?
Llamas, J.M.
Opmerkingen