Levanta
- Llamas, J.M.
- 31 jul
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 7 sept

Listen to the words, they'll tell you what to do,
listen over the rhythm that's confusing you,
listen to the reed in the saxophone,
listen over the hum of the radio,
listen over the sound of blades in rotation,
listen through the traffic and circulation,
listen as hope and peace try to rhyme,
listen over marching bands playing out their time…
Wake up, wake up, dead man!
Wake up, wake up, dead man!
U2, Wake up, dead man, Pop, 1997.
Pelo enmarañado, barba deshilachada, mirada nerviosa, pómulos marcados, nariz chata, orejas puntiagudas, frente arrugada y una aguda sensación de estar atravesando todos los límites. Respiración entrecortada, tembleque de manos, vaivén de piernas.
Nando caminaba, monte abajo, sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí y, mucho menos, el modo de salir. La hojarasca, las ramas caídas, las piedras de pizarra y el matorral se le enredaban en los tobillos, le golpeaban los pies y le hacían daño, porque iba descalzo. ¿Por qué iba descalzo? No podía recordarlo. Miró al suelo, y se le nubló la visión. ¡No solo estaba descalzo, sino también desnudo! ¡Completamente en pelota picada, como su madre lo había traído al mundo! «Menos mal que es de noche», se dijo, «y nadie me puede ver». Eso, lejos de tranquilizarlo, elevó su tensión. Era una noche tan oscura que no alcanzaba a distinguir nada más allá de la próxima pisada. No había luna, y solo aquella extraña neblina gris, que se arremolinaba entre los troncos de los quejigos que, como almas en pena, elevaban sus retorcidas ramas hacia el opaco cielo, parecía ofrecer algo de mortecina sombra aquí o allá.
Tropezó. Y se hizo un profundo corte en el dedo gordo del pie derecho. Gritó de angustia, pero no podía entretenerse con el dolor: procuró plantar en firme el pie izquierdo, y pisó una piedra afilada. Otra mueca de dolor le asomó en el rostro. Sin embargo, no había tiempo para quejas, porque caminaba, casi corría cuesta abajo, y tenía que evitar la caída. Como un beodo fue pisoteando ramas ajadas, largas púas de ortiga, aristas de pedernal, pero no caía. Tropezaba una vez, y otra, y otra más, en cada intento le costaba más mantenerse erguido, pero ahí seguía, ya sollozando, con las piernas desolladas, trastabillando de todos los modos posibles y sin aterrizar en el suelo. «¡Quiero caer! ¡Dios mío, hazme caer! ¿Por qué no me derribas? ¿Por qué?», se preguntaba, a gritos.
De repente, un rugido hizo retemblar las ramas de todos los árboles: «¡Levanta!», escuchó claramente. En aquel momento, sin comprender nada, se dejó ir de bruces contra la tierra.
Nando despertó, envuelto en sudor, y abrió los ojos. «¡Levanta!», volvió a escuchar, por segunda vez. Estaba solo en su habitación. Se incorporó en el lecho, aturdido, y miró a su alrededor.
Botellas de cerveza vacías y rotas sobre la alfombra. Restos de comida de varias semanas esparcidos por doquier. Ropa sucia sobre la silla, colgando del ventilador, enganchada a duras penas de los cuadros, intentando escapar de los cajones del armario. Moscas zumbando entre los desperdicios. Vómito, orina y heces salpicando las sábanas. Bolsas de basura amontonadas junto a la puerta. Olor nauseabundo a dejadez y olvido.
—¡Levanta!
—Gracias —respondió, débilmente, Nando, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas y se perdían entre los extraviados hilos de la barba.
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