(Aviso: hay spoilers...)
Ya he visto Megalópolis, la película de Francis Ford Coppola que tantas bocas ha dejado torcidas cual vela de nazareno en agosto. Me interesaba mucho, porque trata un tema que investigo con especial interés: el cambio de época, la transformación de una civilización. Desde luego, el tráiler me dejó con unas ganas locas de meterme dentro de su historia, pero las críticas están siendo durísimas. Así que, en fin, me armé de valor y me metí en la sala de cine.
He de reconocer que la primera pregunta que me surgió, al final de los títulos de crédito, fue: «¿Pero qué fumada acabo de ver, Dios mío?». Y estuve tiempo, varias horas, dándole vueltas a la cabeza, tratando de recomponer con cierto sentido común la locura que me había golpeado las sienes. Hasta que, de repente, me acordé del título. «Megalópolis. Una fábula». Y entonces se me aclararon muchas ideas.
La película no es de ciencia-ficción, ni de crítica social, ni de humor, ni de terror, ni un drama, ni una historia de amor, aunque podemos encontrar un poco de todo esto en ella. Es UNA FÁBULA, y el director se lo toma tan en serio que tenemos incluso un curioso narrador rompiendo paredes varias, ya que en algunos momentos forma parte de la trama, y en otros nos va anunciando o explicando lo que pasa, desde fuera. Y perdonen que les diga, pero a mí no se me ocurre, después de haber leído La liebre y la tortuga, ponerme a decir que es una chorrada afirmar que una liebre habla, que de dónde han sacado eso. Pues bien: algo así es, chispa más o menos, lo que abunda en la mayoría de las críticas que he visto y leído, pretendiendo que no sea una narración de fantasía con moraleja. Porque eso es lo que entiendo yo por fábula.
A mí me ha parecido una película muy iluminadora. Porque su hilo es precisamente lo que vengo diciendo desde hace mucho tiempo: la modernidad no ha sido otra cosa sino una copia de la cultura grecorromana. Y aquí tenemos una distopía en la que la Nueva York actual se llama Nueva Roma, el alcalde es Fraklyn Cicero, su enemigo declarado se llama César Catilina, y el banquero se apellida Craso. Estamos ante las Catilinarias convertidas en fábula sobre el fin de la civilización moderna.
Todo en esta cinta es una paradoja, y como tal hay que verla, me parece, dentro del género de la fabulación exagerada: el personaje principal tiene la habilidad de parar el tiempo (lo cual es, me parece, un símbolo fabuloso), y, sin embargo, quiere iniciar una época nueva basándose en un elemento que descubrió en un momento de su vida en el que ha quedado atrapado, y del que no puede salir. Cicero parece preocupado por el pueblo, pero es un elitista corrupto; el presunto liberador antisistema Clodio, cuya coleta nos trae particulares recuerdos por estas tierras, es un pijo cínico al que solo le importa él mismo y el dinero de su padre, que curiosamente es Craso, el banquero más poderoso de la ciudad y el de vida más escandalosa..., y así podemos seguir con la gran mayoría de los personajes principales.
Me ha impresionado mucho la disección que se hace de la sociedad actual, comparándola con la estructura de la Roma clásica. Todo en ella es extravagante, y se dice que la mayoría de los actores resultan terriblemente histriónicos. Sí, no lo niego, pero es que yo he visto en ellos perfectamente reflejados los modos de muchos gobernantes de los últimos años, y los actuales, desde Estados Unidos a Rusia, pasando por Brasil, Venezuela, Corea, China, Italia o España: estamos viviendo un circo político de tres pistas hoy día, y eso se manifiesta con absoluta claridad, incluso físicamente, en la cinta. Es verdad que los personajes parecen en algunos momentos la chirigota de Grupo de Guasa, pero es que estamos dentro de una fábula: recordad, la liebre y la tortuga ya hablaban en tiempos de Esopo, así que la contención o la verosimilitud histórica no son opciones para el abuelo Francis en este caso, me parece.
Pero lo que me ha resultado realmente asombroso ha sido la capacidad de Coppola para unificar el mundo político y el religioso, tal y como ocurría en Roma y, por más que nos pese, tal y como ha ocurrido en nuestra modernidad occidental de cristiandad con lemas como «Dios, patria y rey», o «Caudillo por la gracia de Dios». La escena de la boda del banquero Craso y la periodista famosa Wow, un guiño, sin duda, a la unión del poder económico y los medios de comunicación, me ha parecido lo mejor de toda la película. Es un desparrame visual, sonoro, de deslumbrantes juegos de cámara imposibles y escenas loquísimas ridículamente cercanas a la realidad contemporánea... que culmina con una canción de las Vestales romanas y su líder, Vesta Sweetwater (que me recordó sospechosamente a Taylor Swift o Miley Cyrus, por ejemplo), encargadas de mantener la Pax deorum, mientras Catilina, hasta arriba de alcohol y droga, repite la frase «Hemos inventado los dioses» (o algo parecido, no me acuerdo exactamente).
Hay un símbolo dentro de la película que no terminaba de entender (de hecho, este párrafo lo he añadido tras publicar el artículo) hasta que, dándole vueltas, me ha surgido una hipótesis que tiene sentido. Quizás suene un poco loca, pero, en fin, creo que engarza bien con la globalidad de la cinta. El tiempo y el amor están unidos a través de la historia del personaje principal, Catilina. Como he dicho antes, este es capaz de parar el tiempo, algo que, en la trama, no tiene una utilidad práctica (¿acaso el amor tiene una utilidad práctica?). Este don (al igual que el elemento que servirá para la creación de Megalópolis, el "megalón") está conectado con su amada esposa, con la que él se encuentra, en cierto modo, atrapado en el pasado, como se puede ver repetidamente a lo largo de todo el film. De hecho, en una de las escenas de parálisis temporal se me vino a la cabeza la película Big Fish, de Tim Burton: en concreto, el primer encuentro entre Edward Bloom y Sandra Templeton. Cuando Catilina se pierde, pierde también la capacidad de detener el tiempo, y solo cuando vuelve a encontrar el amor recupera el don, aunque, curiosamente, esa capacidad debe ser ahora compartida, es decir, los enamorados detienen el tiempo. De hecho, hay una escena en la que la única testigo de su talento es la mujer que acabará enamorándose de él. Por último, hay otra escena, al final de la película, en la que el fruto de ese amor se convierte en el único testigo del tiempo detenido.
No hay duda de que el maestro Francis ha querido dibujar, dentro de un desordenado decorado de narración de fantasía, el abismo al que se dirige Occidente. Sin embargo, coincidimos en que esto no es el fin de la civilización, sino la transformación en algo nuevo, muy distinto a lo que vemos hoy día. Quizás no estemos de acuerdo en la moraleja final, es decir, en el cómo de este cambio, ni en el hacia dónde, pero no hay duda de que lo nuevo surgirá por entre las grietas de este mundo moderno que se resquebraja. Y que los soñadores tendrán, o tendremos, algo que aportar en este proceso, con el amor como clave fundamental.
En definitiva: no sé si recomendar Megalópolis o no, porque es difícil de ver sin sentirse incómodo. Pero yo la he disfrutado mucho, sobre todo al revivirla en la memoria, y no tengo más remedio que aplaudir a Coppola por hacerme saborear este cambio de época, que llevo ya tiempo estudiando, de un modo que jamás habría imaginado.
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