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  • Foto del escritorLlamas, J.M.

Balón entre libro y libro.

Actualizado: 18 feb 2021


Había una vez una ciudad, eterna y, la verdad, bastante dejada, no de la mano de Dios, pero sí de la humana. Había en la ciudad una calle fácilmente reconocible, merecedora, sin ninguna duda, del Guinness a la acera más estrecha. Había en la segunda puerta a la derecha, justo después del parque, un edificio del que nadie esperaba sorpresas grandes, más allá, naturalmente, de las montañas de volúmenes que manejaba la gente.

Pero hete aquí que en este lugar, el Colegio Español de San José, estaba por desatarse una locura esfericobalompédica de proporciones desmesuradas que iba a transformar aquel particular cenáculo en un volcán futbolero equiparable al Vesubio, erupción que alcanzaría los más recónditos recovecos de la comunidad.

La causa de tan incontrolable fogosidad fue el torneo de fútbol de la Clericus Cup, que se celebra todos los años entre los colegios de sacerdotes y seminaristas que ejercen su particular ministerio en Roma y periferias. Un torneo que, para los protagonistas de nuestra historia, había conllevado siempre un tsunami goleador, no precisamente a favor.

Era el tercer año que nuestros intrépidos héroes se asomaban a la competición, y la primera impresión no podía ser más austera: para alcanzar un número mínimo de participantes hubo que inscribir a compañeros que habían vuelto a sus diócesis hacía uno o varios años. Sin embargo, nadie podía descartar que quisieran retornar para jugar algún partido. Muy posiblemente no lo hicieran, pero, sin duda, estaban presentes en espíritu.

En verdad aquel año se podía palpar algo ligeramente diferente en el ambiente: llámenlo realismo esperanzador. Por primera vez el halo del Cholo Simeone se colaba entre las rendijas de los que aún se empeñaban en hablar de toque de balón y triangulaciones. Después de cada pachanga de entrenamiento, la estrategia se hacía más clara: defensa en bloque, patadón arriba y a enganchar balones. Cuando se tiene una media de treinta y tantos largos, sí, 30ytantos largos, y tienes que jugar contra chavalotes de veintipocos cortos, sí, 20ipocos cortos, esa es la opción más lógica. Por no decir la única, aparte, naturalmente, del tsunami.

Así comenzó el periplo de estos espartanos que, como si del paso de las Termópilas se tratara, querían evitar que la espada enemiga mutilase la malla propia. Aunque, la verdad sea dicha, el primer envite no fue del todo satisfactorio: cuatro goles, dos al comienzo de cada tiempo. Pero había un halo de esperanza: durante cuarenta minutos, se habían defendido como jabatos.

La segunda batalla fue memorable. Eran más jóvenes, estaban más preparados, nos habían metido siete goles como siete soles el año anterior, pero no contaban con nuestra astucia. Empate en el partido, y en los penaltis nos los comimos vivos. La estrategia comenzaba a funcionar. De repente todo estaba claro. Tan claro, que el tercer envite solo tuvo un color: el rojo. Efectivamente, costó sangre, sudor y alguna lágrima que otra, quizás un poco exagerada, quizás para perder una pizca de tiempo reglamentario tras aquel sensacional tiro que cruzó la diagonal del área enemiga y se coló donde las derrotas se convierten en victorias: la meta contraria. Un golazo que cambió la dirección del pulgar con el que el pasado se reía a nuestras espaldas.

Después de tres años, habíamos alcanzado los cuartos de final. La afición, la mejor afición del campeonato, se hizo una sola cosa con el equipo, y llegó la celebración, a base de barbacoa y una poción mágica digna del mismísimo Panorámix. Como siempre, todas las escuadras de clérigos habían fenecido ante los seminaristas. ¿Todas? ¡No! En una esquina de Torre Rossa, un Colegio poblado por irreductibles curas resistió por una vez, y sin que sirva de precedente, a las legiones triunfantes de veinteañeros.

En cuartos nos quedamos. Pero fue el comienzo de una gran amistad: después vinieron dos trofeos más, el del Campeonato de la Amicizia, y el del Segundo Centenario de los Oblatos de María Inmaculada. Primer puesto en ambos. Mas el verdadero primer puesto ha sido para la comunidad del Colegio Español. Porque el fútbol, cuando se vive como lo que es, un deporte de equipo, une, hace grupo, ayuda a pensar más en nosotros que en mí. Y cuando eso pasa, da igual pasar a cuartos, o ganar dos torneos, si bien después de ganar se ve el césped un poco más brillante; aunque, la verdad, no importa lo que brille el césped. Lo importante es verlo juntos, en familia. Como Dios. Porque Dios, sin duda, Es Familia.

Llamas, J.M.

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