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Foto del escritorLlamas, J.M.

La familia refugiada

Actualizado: 27 dic 2021


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(Diario de un prófugo que huye junto a la Sagrada Familia).

Texto base: Mt. 2,13-18.

»Cuarto día de la segunda semana de viaje.

Acaba de amanecer. Recogemos las tiendas, y seguimos adelante. Ya hace cinco jornadas que salimos de los dominios de Herodes. Todavía despierto, de noche, empapado en sudor, escuchando los gritos y las súplicas de las madres, el restallar de los hierros, el silbido de los filos agudos penetrando aquellas carnes inocentes.

Algunos compañeros me dijeron que estoy loco. Que no podía hacer esto. Que hay decisiones que pueden costar la vida. Que no tengo razón. Y quizás sea así. Lo que está claro es que no hay razón posible que justifique aquel hecho. A lo mejor soy un cobarde, no lo sé. Pero di el paso, y aquí estoy, huyendo de la justicia. ¿Justicia? ¿Qué justicia hay en pasar a cuchillo un montón de niños porque estaban allí, en aquel momento? No hay justicia en este mundo. O, por lo menos, no hay justicia en ese rey impío del que intentamos escapar.

Sí, yo estaba allí. Estaba allí cuando llegaron aquellos extraños magos de oriente, preguntando dónde había nacido el Salvador, porque habían visto salir su estrella. Vi el rostro de Herodes. Vi su miedo, y sentí el pavor en torno ante la amenaza que suponían aquellas palabras. El poder es así. Lo conozco bien, porque lo he servido ciegamente durante mucho tiempo.

Yo estaba allí, sí, cuando ordenó el asalto a Belén. Nos miramos, incrédulos. «¿Por qué?», nos preguntamos. Nadie pudo responder, porque lo nuestro no es responder, sino acatar órdenes. Nunca antes me había costado tanto tomar la espada y el escudo, colocarme la cota de cuero y el casco, montar a caballo.

Entramos en mitad de la noche. Nadie habló durante el trayecto. El cielo plomizo pesaba sobre nuestras cabezas. Al divisar la antigua ciudad de David, solo una voz resonó: «¡No debe haber piedad! ¡Recordad, somos soldados del rey Herodes!».

Yo dejé la espada en tierra al salir de la tercera casa. Me temblaba todo el cuerpo. No pude soportarlo. He participado en muchas batallas. He matado hombres valientes, y cobardes. También he matado mujeres. Pero nunca había combatido contra niños de pecho indefensos. Así se lo dije al que iba conmigo. No sé quién era. Solo sé que, mientras seguía escuchando el clamor de la muerte, mientras me llamaban loco e insensato, me desvestí y corrí. Corrí como si me estuvieran llevando mil demonios, hasta que caí, en mitad de un paraje mustio, no sé dónde, derrengado.

»Sábado. Quinta semana de viaje.

Ayer divisamos, a lo lejos, las primeras tierras de Egipto, y hoy hemos descansado. Por fin, después de muchos días caminando juntos, esta tarde le he desvelado mi identidad a la familia que huye en nuestra misma caravana. Son de Nazaret, y aquella noche estaban en Belén a causa del padrón que se hizo en todo el imperio, hace un tiempo. Su hijo es un cielo. Tiene la misma edad de los que perecieron en la masacre, y escapó por puro milagro. Se llama Jesús. Se le ve en los ojos que es listo como el hambre, y tierno como una hogaza de pan recién hecho. He llegado ante la madre, y le he confesado que mi mano y mi espada se mancharon con la sangre de los niños, en aquel maldito ataque. Después le he contado, a duras penas, mi desesperada huida hasta el momento en que nos habíamos encontrado, varios días después. María, así se llama ella, y José, su marido, que siempre está a su lado, han guardado silencio. Después, la madre me ha mirado, ha tocado mi cabeza con la palma de su mano y me ha susurrado palabras de misericordia y perdón.

»Tercer día de la sexta semana de viaje.

Llegamos a nuestro destino. Somos refugiados en tierra extranjera. Después de la conversación con la familia de Nazaret, el cielo plomizo ha desaparecido de mi alma. La sonrisa ha vuelto a mi rostro. Puedo comenzar una vida nueva, y lo haré, sin duda, porque me siento perdonado, gracias a la mano misericordiosa de esa madre.



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