Aquí tienes la narración en formato de Libro Electrónico:
Un caserón antiguo y lóbrego. El señor Ovinera, un hombre envejecido prematuramente, antipático y soberbio, estirado y avaro, egoísta y envidioso, violento y cobarde, una pena andante, pone la mesa.
Es Nochebuena, pero para él eso son paparruchas. Tres huevos fritos, un tomate, una cebolla y varias enjutas lascas de chacina descarriadas forman su ovípara cena.
El primer aceitoso huevo en caer sobre el plato mira, ojeroso y serio, a la cebolla y el tomate.
―Buenas noches ―saluda, con ronca voz.
―¿Tú quién eres? ―pregunta el tomate, mientras mira de reojo un cuchillo que descansa dos palmos más allá.
―He sido puesto aquí como el huevo del pasado. Y he llegado para provocarle al señor Ovinera visiones pretéritas a partir de los retortijones que, cuando ya se hayan producido, le habrán entrado tras haber mojado pan en mi yema caducada.
―¿Pan? ¿Qué pan? Pero si aquí encima solo hay piquitos, allá al fondo ―replica la cebolla, señalando con su tallo la esquina contraria de la mesa.
―Señora de múltiples capas, lo he dicho con el fin de haber manifestado algo ―responde el huevo del pasado―. En fin: todas aquellas personas a las que el que me ha frito ha estado maltratando a lo largo de su tenebrosa existencia, un lapso de tiempo después de haberme paladeado se le habrán hecho presentes en su selectiva memoria.
―Qué mala leche, ¿no? ―contesta el tomate― Aunque no sé si te he entendido, porque hablas un huevo de raro.
―¿Mala leche? Qué va. Que no hubiera llevado a cabo tal cantidad de execrables acciones ―contesta el huevo―. Y he hablado así de raro porque me ha sido imposible discurrir de otra manera. El pasado ha pasado, ¿sabes?
En ese momento aterriza en el plato, humeando, un segundo huevo, más tostado que el primero.
―¡Buenas noches! Yo soy el huevo del presente ―saluda, con voz de pito.
―¿También vienes a darle la tabarra al señor Ovinera? ―pregunta, sonriendo, el tomate.
―Pues claro que sí. Este es el plan: me come, y le susurro al oído los nombres de todas las personas que, a causa de él, están sufriendo esta noche. La lista es larga. Muy larga. Después de esto, le entra fiebre, seguro. Fiebre alta, no febrícula de esa que le suele dar. Porque comienza a sentir el pesar de esa gente, pero todo a la vez en sí mismo.
―Vaya por Dios ―suspiró la cebolla―. Yo te puedo ayudar, a ver si conseguimos que llore un poco. Porque este tipo, como no sea con cebolla, no suelta ni una lagrimilla por el mal que está provocando. Tiene el corazón como el mármol. Por cierto, ahí viene otro. ¡Hale, con tres huevos!
―¡Ay, zurmano, qué doló! ―grita el huevo recién llegado, aterrizando desde media altura en el plato.
―¿Qué te pasa? ―pregunta el tomate.
―¡Po ná, coloraíllo, aquí er huevo der futuro! Y er mamonazo eze ma quemao. Pero qué quiéh que te diga, zu porvení lo veo máh quemao que yo. Menúo diarreazo le va dá cuando ze meta mi clara pol locico.
―Colega, tampoco hay que tener tanta mala leche, ¿no? Vamos, digo yo. Que se va a pasar los próximos días viviendo en el váter ―repone la cebolla.
―Mia ehta. ¿Y a mí qué me va dicí? Llevo ya treh meze nla güevera, curpa mía no é zi he cohío zarmonela deza, o lo que zea. Cuando maya comío a traganúo le vianzeñá er día de zuntierro. Una coza mú trihte. Cor musho eco, máh zolo que la una. Y zi viene arguien zerá pa cagarze en tó zuh muela.
―Qué manía con la cagancia, por Dios bendito. Pero bueno, digo yo que después de comeros a los tres, y de lo que le va a entrar, algo cambiará, ¿no? ―piensa en voz alta el tomate.
―¡Aholá! ―grita el huevo del futuro―. Pero no lo veo yo mú claro, en verdá. Hta hente no cambia ni en que ze pille un güevo por mitá con la portañica.
―En fin. Por nosotros, que no se diga. Lo que es seguro, pero seguro, es que se caga vivo ―admite el huevo del presente, finalizando con una sonora carcajada―. Y va a ver lo que ha sido, lo que es y lo que está por venir. Más no podemos hacer.
―Pues eso habrá tenido lugar cuando pase ―añade el huevo del pasado―. Sinceramente, yo no espero nada. Pero bueno, en realidad no espero nada porque no entra dentro de mis atribuciones.
Y así, el tomate, la cebolla y los tres huevos continúan de cháchara mientras el señor Ovinera, con su rostro de haber olido dilatadamente amoniaco concentrado, se sienta a la mesa y se prepara para cenar, protestando enérgicamente por los villancicos que llegan desde la calle, al grito de «¡Paparruchas!».
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