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Una penumbra densa flota de madrugada entre los vetustos castaños del bosque, cubiertos de enredaderas y vigilados por un manto de helechos, matorrales y hojas secas que se balancean al ritmo de las ráfagas de un viento impetuoso que anuncia tormenta.
Se escucha una respiración entrecortadamente ahogada. De la espesura surge un cuerpo, que tropieza y cae, rodando, hasta golpear el tronco arrugado de uno de los árboles. Gemido de dolor. El hombre se pone en pie. Fija la vista inútilmente. Las plúmbeas nubes han tapado estrellas y luna. En un pie, una sandalia. En el otro, desnudo, espinas y cortes. Camisa y ropa interior desgarradas.
El hombre coloca la espalda dolorida contra el tronco. Escucha con atención. Ahí viene ese extraño rugido ronco, perverso, que le sigue persiguiendo. Un rayo lejano ilumina con instantáneos grises los alrededores. Le ha parecido ver, en la ladera opuesta, la horrible sombra, que se dirige, como una garra informe, hacia él. Grita su tormento, y emprende, de nuevo, la huida.
Va con los brazos extendidos y las manos abiertas, procurando no tropezar. Cuanto más profundo es el bosque, más accidentado se vuelve el terreno. Siente en las sienes los desbocados latidos de su pecho angustido. Las indiferentes pupilas encendidas de un búho lo observan. El ulular de la rapaz nocturna se convierte en risa cruel que le advierte del inevitable destino.
Sube una cuesta, a veces a cuatro patas, otras arrastrándose. De vez en cuando vuelve la vista. Ahí, justo detrás, percibe el aliento de la sombra, que parece aminorar el paso cual depredador disfrutando de la caza, dejando ir a la presa, haciéndole creer que es posible escapar para volver a arremeter contra ella poco después, quebrando cualquier tenue esperanza. De nada sirven gritos, porqués, súplicas, lamentos, lágrimas como las que comienzan a humedecer su rostro.
Ha llegado a la cumbre del terraplén. No ve absolutamente nada. Se incorpora y avanza, cojeando, agarrándose a las ramas más bajas, sorteando las raíces que surgen desde los avernos de la foresta. Parece que ha llegado a un claro. Tinieblas. Los helechos son altos. Se le enredan a las piernas, pierde pie, y cae.
Cae, pero no hay suelo. Sigue cayendo, entre alaridos. Choca contra una rama, que le desgarra un hombro y le hace seguir su vuelo, dando volteretas. La segunda le rompe una pierna, que sale despedida, flotando libre ante sus ojos. La tercera se le clava, le abre las carnes por la espalda, le arranca el hígado y asoma, como monstruoso puño, por el vientre.
Atravesado, mira el barranco por el que acaba de despeñarse. Allí, en la cima, le parece escuchar un tétrico rugido de victoria, mientras cree vislumbrar la diabólica sombra informe que eleva sus esqueléticas manos hacia el cielo negro. La luna llena ilumina la escena durante breves segundos. La sombra ha desaparecido, ahora no la ve. Pero tiene que estar. Existe, de eso está seguro, se dice a sí mismo escupiendo sangre, entre estertores, mientras la vida se le desliza a borbotones por la rama y estalla la tempestad en lo más profundo del Bosque Viejo.