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Foto del escritorLlamas, J.M.

Qina y las siete bestias inmundas

Actualizado: 6 ene 2023


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Of all the super heroes

the strangest one by far,

doesn’t have a special power,

or drive a fancy car.


Next so Superman and Batman,

I guess he must seem tame.

But to me he is quite special,

and Stain Boy is his name.


He can’t fly around tall buildings,

or outrun a speeding train,

the only talent he seems to have

is to leave a nasty stain.


Tim Burton, Stain Boy.





A Paula, que acaba de abrir sus ojos al mundo,

y a Victoria, que ya empieza a disfrutarlo y temerlo:

muchas veces, queridas sobrinas,

aquello que más tememos

es menos terrorífico que aquello que deseamos poseer.

Había una vez, en otro tiempo, en otro lugar, una niña llamada Qina, de la raza de los myrtians, unos seres pacíficos y pequeños que vivían en el bosque de Rhoum. Aquel bosque era uno de los más bellos de la comarca de Anlia, al Norte del Reino de los Hombres. Los enormes árboles que lo poblaban dejaban entrar la luz del día a través de sus copas, con reflejos dorados y verdes, y el agua corría alegre desde las fuentes, por arroyuelos, hacia el río Rhouno, que regaba las orillas de los pueblos myrtians. Los myrtians vivían de los frutos del bosque y de la pesca, nunca se habían enfrentado a otros pueblos, y pocas veces habían salido de los límites de la foresta, que consideraban su pequeño mundo. Vivían dentro de pequeños y extraños claros entre los troncos más enormes de los árboles más viejos de Rhoum, en cabañas construidas en círculo alrededor de una pequeña plaza en la que, durante unos minutos al día, daba el sol directamente sobre el suelo. Sin embargo, aunque los myrtians consideraran aquel bosque como su pequeño mundo, más allá de Rhoum había otras tierras, desconocidas para ellos, en las que ocurrió un acontecimiento insólito que tuvo como protagonista a aquella pequeña.

Qina era una niña alegre, que cantaba, bailaba, sonreía por las mañanas y saludaba a los vecinos del pueblo con un efusivo: “¡Buenos días!”. Sin embargo, Qina tenía un problema muy grave: el miedo. Tenía miedo a la oscuridad, a las arañas, a las ratas, a los fantasmas, a los sonidos extraños y a muchas, muchísimas más cosas. Cuando se ponía el sol, Qina no se atrevía a salir de casa. Se quedaba acurrucada en una esquina del salón, cerca de sus padres, y no se movía de allí hasta la mañana siguiente, a no ser que se movieran sus padres. Ellos le decían que no había nada de lo que asustarse, pero nunca consiguieron que se separara de ellos durante la noche. Algunos en el pueblo de Qina se preguntaban si había recibido una maldición de parte de algún ser malévolo, pero ¿quién de entre los myrtians podía haber hecho tal cosa? Es más: ¿había algún myrtian que supiera hacer tales cosas? No, desde luego que no. Qina era, simplemente, una niña miedosa, y tendría que dejar de serlo con el tiempo.

Llegó al fin aquel tiempo, antes de que Qina estuviera preparada para él. Un día sus padres salieron a buscar frutos para la cena, y no volvieron antes de la puesta de sol. Qina los esperó a la puerta de la cabaña, justo hasta que el astro rey dejó de iluminar el bosque. Siempre llegaban antes de que la noche cayera sobre el pueblo, pero aquella tarde no regresaron. Qina cerró la puerta, se acurrucó junto a la chimenea, y lloró.

Pero hete aquí que, de pronto, mientras lloraba, Qina escuchó un ruido cerca de la chimenea. Se secó las lágrimas, y miró, asustada, alrededor. Debajo de una silla había, quieta, una enorme rata, que la miraba con sus ojos negros, con los párpados entornados. Qina dio un grito, pero nadie acudió en su ayuda. Entonces la rata le habló:

- ¿Qué te pasa, niña? ¿Por qué chillas de esa manera?

- Porque me dan miedo las ratas. Mucho miedo. Me muero de miedo cada vez que veo una.

- Qué extraño -dijo la rata-. Parece que no te has muerto al verme. ¿Por qué?

- No sé. Bueno, no me muero, pero me dan mucho miedo. Muchísimo.

- ¿Y por qué te damos miedo?

- ¡No te acerques! Si estuvieran mis padres aquí, entonces ya no temería más. Ellos me defenderían. Siempre están conmigo, y jamás hubieran dejado entrar aquí a una rata, ni a la noche, ni a la oscuridad, ni a nada que me pueda asustar. Pero no están. No sé dónde han ido. Nunca hasta ahora se habían quedado fuera de noche. Temo que les haya pasado algo malo.

- Vaya. Entonces estás sola por primera vez en tu vida. Eso sí que debe asustar. Te llamas Qina, ¿no?

- Sí. ¿Cómo lo sabes? -le dijo la niña.

- Me lo ha dicho un pajarito que conozco -contestó la rata.

- Y tú, ¿cómo te llamas?

- Yo me llamo Raktastán, y vengo de lejos, de muy lejos, huyendo de un ogro enorme y feo.

- ¿Cómo se llama ese ogro? -preguntó Qina.

- No lo sé. Ni quiero saberlo. Me da mucho miedo -contestó Raktastán.

- ¡Vaya! Así que tú también tienes miedo... Es muy extraño, siendo una rata. Sin embargo, mira lo que se me acaba de ocurrir: cuando me has dicho tu nombre, he dejado de tenerte miedo. Quizás tengas que preguntar el nombre al ogro para dejar de temerlo -dijo Qina.

- No creo que eso sirva. Pero lo podemos intentar. Te propongo una cosa, Qina.

- Dime, Raktastán -contestó Qina.

- Vamos a ir en busca de tus padres. Yo iré contigo, para que no tengas miedo, y tú vendrás conmigo, para que no tenga miedo. Así, nos protegeremos hasta que encontremos a tus padres. ¿Te parece bien la idea, Qina?

- Pero yo no quiero salir fuera de noche. Está oscuro, y hay muchos ruidos extraños, y seres horribles -dijo Qina, cruzando los brazos.

- Pues ya me dirás tú lo que vas a hacer. ¿Quieres quedarte aquí sola?

- ¡No! Pero me tienes que prometer que no me dejarás -suplicó Qina.

- Te lo prometo. No te dejaré, por lo menos hasta que hayamos encontrado lo que buscamos -le dijo Raktastán, levantando una de sus patas delanteras.

Así fue como salieron de aquella cabaña, primero la rata Raktastán y después, justo después, pegada a ella, la niña myrtian Qina, a la luz de un pequeño farol, esperando encontrar a sus padres. Sin embargo, no habían andado ni diez pasos cuando Qina se paró en seco.

- ¿Qué te pasa? -le preguntó Raktastán, mirando hacia atrás.

- No puedo continuar. ¿No escuchas ese aleteo ronco alrededor de la cabeza? ¡Me da susto! Yo me quedo aquí -dijo Qina, temblando.

- ¡Vamos, niña! Ese aleteo es del pajarito que me ha dicho tu nombre. Es un murciélago.

- ¡Me aterrorizan los murciélagos! -gritó Qina.

- ¡Calla! -contestó Raktastán, asustado-. No chilles, que nos va a oír el malvado ogro. Ése sí que da miedo. ¡A ver, Drùkstuk, deja de aletear y háblanos! -dijo Raktastán, mirando a la oscuridad.

Entonces Qina sintió un viento frío en la cara, y vio cómo se posaba, colgando, justo ante ella, en la rama de un árbol, un animal negro, con la cara de una rata, las orejas puntiagudas, los ojos negros como la noche, las patas de un pájaro huesudo, y las alas membranosas y sin plumas. Qina ahogó un grito de terror. El murciélago habló, con una voz que parecía un finísimo silbido.

- ¡Hola, Qina! Yo soy Drùkstuk, el murciélago. Perdona que no te mire a los ojos, pero es que estoy ciego.

- ¿Cómo? -preguntó Qina, mirando a Drùkstuk, todavía con miedo- ¿Cómo puede ser ciego un ser tan terrorífico como tú?

- Todos los murciélagos somos ciegos, Qina; o eso dicen. Y no somos terroríficos, aunque hay algunos que son malvados. No tienes por qué temerme. Yo soy el que vigilo las noches, y me aseguro de que ningún ser malvado pueda atacar tu cabaña mientras duermes acurrucada junto a tus padres -dijo Drùkstuk, levantando un ala.

- ¡Pero mis padres me han dicho que tenga mucho cuidado con los seres de la oscuridad, especialmente con los murciélagos como tú! -replicó la niña.

- Eso es, querida Qina, porque tus padres no me conocen. Pero tú ya sabes mi nombre.

- Sí. Y es curioso, pero ya no te tengo miedo. Ahora no eres para mí un murciélago espantoso, sino Drùkstuk, el murciélago ciego.

- ¡Qué bien! De todas formas, Qina, hay seres a los que sí hemos de temer. Dicen que el horrible ogro husmea cerca de aquí. Dicen que asa a sus víctimas en un fuego abrasador, y que luego se las come medio crudas, mientras aún están vivas. ¡A ese sí que hay que tenerle miedo, Qina! -contestó Drùkstuk, colocando sus alas ante los ojos.

- Así que tú también tienes miedo del ogro -dijo Qina-. Quizás, si aprendemos su nombre, podamos dejar de temerlo, ¿no crees?

- ¿Aprender su nombre? ¡Nadie puede aprender su nombre! -exclamó el murciélago-. ¿Quién se lo va a preguntar? Yo, desde luego, no.

- Vamos juntos a buscar a sus padres, que se han perdido. Si nos encontramos al ogro, todos juntos podremos hacerle frente, ¿no crees? -dijo Raktastán.

- No sé, no sé. En fin, os acompañaré. El bosque puede ser peligroso de noche, sobre todo cuando el ogro malvado está cerca.

Así pues, Qina, Raktastán y Drùkstuk siguieron su camino, en busca de los padres de la niña. Tropezaron con otros seres a los que Qina tenía mucho miedo, pero Raktastán y Drùkstuk se los presentaron, y cuando conoció sus nombres dejó de temerlos. Así, conoció a Úshuxu, la lechuza blanca, y a Ululok, el lobo gris, y a Tektrenika, la araña gigante, y a Helbleb, el fantasma de la oscuridad sibilante. Y mientras caminaban, Qina, junto a ellos, aprendió a mirar a la oscuridad sin que temblara su corazón, e incluso sonrió ante los divertidos brincos de Ululok y los tropiezos de Tektrenika. Sin embargo, había alguien al que todos aquellos seres tenían un miedo horrible: el ogro. Ninguno sabía su nombre, y todos habían escuchado historias crueles sobre él. Pero Qina, que había dejado de temer a todos sus compañeros de viaje, quería encontrar a sus padres, y a ella no le daba miedo el ogro, aunque, después de escuchar las historias que sobre él se contaban, tampoco tenía ganas de tropezárselo.

Así pues, llegaron a un claro del bosque Rhoum. Pero en este claro no había cabañas, ni un círculo en el centro por donde se colaba el sol a mediodía. Era un claro oscuro. Todos los animales empezaron a temblar. Temían que allí estuviera el ogro.

- ¿Escucháis ese ronquido malévolo? -preguntó Drùkstuk, el murciélago.

- ¿Oléis ese hedor repugnante? -dijo Ululok, el lobo gris.

- ¿Os habéis fijado en cómo retumba el suelo? -dijo Raktastán, la rata.

- ¿No lo veis? ¿No veis la fealdad de su cara? -dijo Úshuxu, la lechuza blanca.

- ¿No sentís la vibración de su maldad? -dijo Trektenika, la araña gigante.

- ¿Acaso sois incapaces de reconocer el halo criminal que lo rodea como una niebla negra? -dijo Helbleb, el fantasma de la oscuridad sibilante.

Pero Qina no tenía miedo, aunque estaba intranquila. Así que habló de esta manera a sus compañeros de viaje, susurrando, para que no se enterara el ogro:

- Ninguno de vosotros sabe dónde están mis padres. Quizás ese ogro horrible lo sepa. Si vamos todos juntos, podremos hablar con él. Y si nos ataca, entre todos podremos vencerlo.

Estuvieron un rato protestando, e incluso Trektenika trepó con su hilo a un árbol y se negaba a bajar. Pero al final, esforzándose, pensando que estaban allí para encontrar a los padres de Qina y que esto era más importante que su miedo, se decidieron a ir donde dormía el ogro, justo en mitad del claro oscuro.

- Ho... ho... hola -dijo, temblando, Qina.

Se escuchó un ronquido entrecortado, y el ogro abrió los ojos. Qina lo iluminó con su farol. Era feísimo, y daba miedo, mucho miedo.

- ¡Aparta ese farol de mi cara, niña! ¿Es que no sabes que puedo comerte de un bocado? -dijo el ogro, con voz ronca.

- No nos coma, por favor. No queremos tenerle miedo -dijo Qina, sabiendo que sus compañeros estaban junto a ella.

- ¿No estás asustada, niña? -preguntó el ogro, levantando la cabeza.

- No. Bueno, un poco sí, pero aguantaré, porque estoy acompañada -dijo Qina.

- Es extraño. Soy causa de pavor para todos los niños, un personaje despreciable y despreciado, y soy malo, muy malo. ¿Por qué no me tienes miedo? -dijo el ogro.

- ¡Eh! ¡No solamente los niños te tienen miedo, ogro horrible! ¡Nosotros también! -protestó Úshuxu.

- Vaya. Qué triste. Todos me temen, menos esta niña. ¿Cómo te llamas, niña?

- Me llamo Qina, y estoy buscando a mis padres, que han desaparecido esta tarde. ¿Y tú, cómo te llamas? -preguntó Qina.

- ¿Eh? ¿Para qué quieres saber mi nombre? -preguntó el ogro.

- Para que los que me acompañan en mi viaje dejen de tenerte miedo -contestó Qina.

- Me lamo Gork. Suena horrible, ¿verdad?

- Hola, Gork. Entonces, ¿no vas a comernos? -preguntó, aún intranquila, Qina.

- ¿Comeros? ¡Qué diablos! ¡Claro que no voy a comeros! ¿Por qué iba a comeros? ¡Malditas historias! ¡Yo no como niñas! -dijo Gork. Después se hizo un momento de silencio, y el ogro empezó a llorar.

- ¿Por qué lloras, Gork? -le preguntó Ululok.

- Ay, ay, ay. Lloro por mi destino. Estoy condenado a sufrir el desprecio de todos. Hasta los seres de la noche me temen. Hace tanto tiempo que no puedo hablar con nadie...

- Eso no es verdad. Ahora estás hablando con nosotros -dijo Qina.

- Es verdad. Qué extraño. ¿Será que la maldición se ha ido, o será que esta conversación forma parte de una profecía que también contiene una maldición sobre un ogro?

- Vaya. Así que no siempre has sido un ogro -dijo Drùkstuk.

- ¿Qué? No, sí, yo siempre he sido un ogro. Pero hay un ser malvado que un día me echó una maldición: “mientras yo hago el mal por todo el reino, tú serás acusado de todas mis fechorías. Te condeno a vagar, solo, por la oscuridad”. Eso me dijo. Así que, de algún modo, habéis roto aquella maldición.

- ¿Y quién te lo dijo? ¿Una bruja? ¿Un demonio? ¿Una bestia inmunda? -le preguntó Helbleb.

- ¡Nada de eso! ¡Fue la maldición del ser más horrible que he conocido! ¡Me da miedo pronunciar su nombre! -exclamó Gork.

- ¿Quién es? ¿Quién puede ser? ¿Puede haber alguien más horrible que nosotros, o que todos los que te hemos nombrado? -preguntó Trektenika.

- ¡Es la princesa Tana! -dijo, mientras lloraba de terror, Gork.

- ¡Pero has dicho su nombre! -dijo Qina-. ¡Y sigues teniéndole miedo!

- ¡Oh, sí! ¡Le tengo miedo porque la conozco! ¡Sé lo que ha hecho, aunque solo yo lo sé! ¡Secuestra a los niños como tú, hace esclavos a los habitantes del bosque y de las montañas y de los pantanos, y le gusta comer carne cruda, carne de myrtians!

- ¡Pero eso es horrible! ¡Yo siempre había escuchado que la princesa era una persona adorable, que era muy guapa, y que en su castillo todo era felicidad y alegría! -dijo Qina.

- ¡Oh, sí! ¡Es muy guapa, y tiene una voz adorable, de terciopelo, pero no es una persona adorable! ¡Eso creen todos, y por eso todos quieren ser como ella! ¡Pero yo sé la verdad!

- ¡Dios mío! -exclamó Raktastán- ¡Entonces hemos de darnos prisa! ¡Seguro que los padres de Qina están en peligro! ¿Sabes algo de ellos, Gork?

- ¿Tus padres? Dos myrtians dulces, que salen durante el día a buscar frutos del bosque, y que se llaman Kin y Mina...

- ¡Sí! -dijo Qina.

- Se los ha llevado ella. Ya deben estar en el castillo. Es tarde para ellos. ¡Huid! -dijo Gork.

- ¿Qué? ¡No vamos a huir! ¡Prometimos a Qina que la ayudaríamos a encontrar a sus padres, y los lobos nunca olvidamos una promesa! -dijo Ululok.

- Vaya. ¿Y qué queréis que haga yo? -preguntó Gork.

- Guíanos hasta las mazmorras del castillo. Ayúdanos a liberar a Kin y a Mina, y te ayudaremos a limpiar tu nombre. Y a vencer a la princesa Tana, y a poner sus fechorías al descubierto -dijo Raktastán.

- Está bien. Vamos allá -contestó Gork.

Fue así como Qina y sus siete compañeros: Gork el ogro, Helbleb el fantasma de la oscuridad sibilante, Trektenika la araña gigante, Úshuxu la lechuza blanca, Ululok el lobo gris, Drùkstuk el murciélago ciego y Raktastán la rata, partieron rumbo al Castillo de Rubíes, donde moraba la princesa Tana, amada por su pueblo, un pueblo que ignoraba todas las atrocidades que había cometido.

Qina y sus siete compañeros caminaban de noche, y se escondían de día, porque no hay que olvidar que los siete eran seres de la noche y que, si hubieran caminado durante la mañana, hubieran asustado a muchos habitantes del Reino de los Hombres. Alcanzaron el Castillo de Rubíes en la mitad de la noche del tercer día de camino, buscaron una entrada que no fuera la principal, y tuvieron que colarse por las cloacas. Qina no quería, pero Raktastán le dijo que él conocía aquellos túneles como la palma de su pata delantera, y al final, tras un rato de discusión, penetraron en la oscuridad. Ya se había gastado el aceite del farol que portaba Qina, y dejaron que Drùkstuk y Úshuxu fueran sus ojos a través de la oscuridad y la putrefacción de aquellos lugares.

Al fin, alcanzaron las mazmorras. Entonces, mientras Ululok y Gork luchaban contra los carceleros, Trektenika robó las llaves de las prisiones, y Helbleb abrió, con su susurro sibilante, todas las puertas. Qina buscó a sus padres, Kin y Mina, y dio al fin con ellos, y se abrazaron durante un largo momento. Allí había encerrados muchos myrtians a los que habían dado por desaparecidos; otros muchos habían muerto a manos de la princesa. Niños, adultos, abuelos volvieron a abrazarse, y escaparon antes de que llegara la luz del día. Y no solo encontraron myrtians allí dentro: había otros seres, de los bosques, de los pantanos y de las montañas, que habían sido esclavizados por aquella malvada mujer.

Cuando salió el sol, Qina y sus siete amigos idearon un plan para eliminar la maldad de la princesa. Gork sabía que Tana tenía un gran tesoro, robado a todos los pueblos vecinos, en la habitación más grande del castillo, que estaba cerrada a cal y canto con siete llaves de seguridad, una gran puerta de acero y otra de plomo. Esta sala estaba excavada en los cimientos del castillo, debajo de las mazmorras. Todos los esclavos tenían la misión de agrandarla para que cupieran todas las riquezas que Tana seguía robando. Cuando llegaban esclavos nuevos, Tana se comía a los niños más antiguos y a los adultos que todavía tenían las carnes blandas, y aquellos que enfermaban o envejecían eran devorados por los soldados. Nadie en el Reino de los Hombres sabía nada de aquello, y nadie quería saberlo, porque aquellas riquezas hacía que muchos de ellos vivieran bien, muy bien, demasiado bien.

Cuando el plan estuvo acabado, Helbleb subió hasta la cámara donde dormitaba la princesa sin que nadie se diera cuenta. La despertó con su susurro sibilante, y estuvo a punto de caer hechizado ante la belleza de sus ojos y de su faz, y lo aterciopelado de sus palabras. Pero ya había sido advertido por Gork, y apartó su vista de la de Tana. Le dijo que venía de parte de Qina, una bruja del bosque que había divisado en su bola de cristal que siete bestias inmundas, comandadas por el horrible ogro Gork, estaban dispuestas a saquear todo el oro que ella guardaba celosamente. Seguramente ya estaban dentro, siguió diciéndole, de la Cámara del Tesoro y, si no se daba prisa, se quedaría sin sus riquezas.

Tana se volvió loca: saltó de la cama, en bata, convocó rápidamente a sus soldados más fuertes y, veloz como el rayo, se dirigió a la Cámara del Tesoro. Abrió las siete llaves de seguridad, abrió la puerta de acero, abrió la puerta de plomo y buscó a las siete bestias inmundas entre la inmensidad de sus riquezas. Pero hete aquí que Qina y sus queridos amigos estaban fuera, esperando a que Tana entrara. Gork cerró la puerta de plomo, y luego la de acero, más veloz que el rayo. Luego cada uno de ellos echó una de las siete cerraduras con su llave de seguridad, que había quedado puesta al abrir. Quitaron las llaves, las rompieron, esperaron a que llegara Helbleb y volvieron al bosque.

Qina, Gork, Helbleb, Trektenika, Úshuxu, Ululok, Drùkstuk y Raktastán fueron aclamados por los myrtians a su llegada. Sin embargo, cuando pasó el tiempo y ya se habían olvidado de la hazaña de Qina, empezaron a protestar, porque sus hijos pequeños se asustaban cuando veían pasar a aquellas siete bestias inmundas. Qina intentó convencer a sus vecinos de que tenían miedo porque no conocían sus nombres, pero nadie le hizo caso. Así que, al final, Qina y su familia se mudaron de cabaña, y se fueron a vivir al claro oscuro, con Gork y sus demás queridos amigos.

Cuenta la leyenda que, en el bosque de Rhoum, hay un claro oscuro al que todos los niños temen, habitado por seres demoníacos que se ríen de los myrtians y se comen a los niños pequeños que no hacen caso a sus padres. Cuenta también la leyenda que, en las profundidades de los cimientos del Castillo de Rubíes, abandonado hace años, se escucha un gr

ito de terror que eriza los cabellos de todos los que se atreven a pasar por allí. Dicen que es el grito de siete bestias inmundas que un día intentaron robar el enorme tesoro de los hombres, y que fueron encerradas bajo los cimientos del castillo para siempre. Cuentan, por fin, que la hermosa princesa Tana, la mejor gobernante de aquel Reino, un buen día lo abandonó y se fue a buscar aventuras más allá del horizonte. En mitad de la plaza mayor del Reino de los Hombres hay un gran monumento en su honor, un monumento que hay que mirar con mucho cuidado, porque sus ojos han hechizado a muchos.

Esto es lo que cuentan. Pero vosotros y yo sabemos cuál es la verdad. Así que, si un buen día, cuando vayáis por el bosque, encontráis una rata, no os asustéis: preguntadle el nombre y, si se llama Raktastán, dejad que os lleve al claro oscuro. Y, una vez allí, no os olvidéis de dar recuerdos de mi parte a Qina.


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