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El number one

Actualizado: 1 may 2021


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Lo tendréis todo a vuestro alcance,

pero nada os pertenecerá.

091, Zapatos de piel de caimán.

Le habían dicho muchas veces, quizás demasiadas, que era guapo. No era esto en sí mismo lo peor, sino que se lo había creído. Y, claro, cuando uno acoge como verdad absoluta lo que no pasa de ser apreciación eminentemente discutible, pasa lo que pasa.

¿Y qué pasó? Lo de siempre. Lo de siempre, entiéndase, cuando uno es rico, posee cierta cantidad no desdeñable de poder y una no menor de fama: que había que convencer al “populacho”, improperio usado, en el caso que nos ocupa, generalmente a nivel privado y sustituido por “ciudadanía” o “pueblo” en diversos ambientes más bien públicos y de signos ideológicos no coincidentes, de la sublimidad incomparable y superioridad inalcanzable de la figura del tal personaje.

Se preguntarán ustedes de quién demonios les estoy hablando. La respuesta les está hablando. En efecto, yo era el único, el irrepetible, el number one, el más mejor, seguido esto de un etcétera en el que pueden ingresar los más variados epítetos de significado paralelo y formas más o menos morfológica, gramatical o sintácticamente correctas o erróneas.

Así posaba yo, feliz de la vida, disfrutando de mi connatural talento que he ido aplicando a múltiples tareas con no poco esfuerzo por parte de mis numerosas cuentas bancarias y asesores (fíjese si esto es así, que puedo escribir palabras de niveles literarios poco usuales con pasmosa facilidad sin que por ello el lector avispado y culto haya de sentir entorpecida su capacidad declamadora, algo que, supongo, estará experimentando usted en el instante actual si es digno de este discurso que sale de mi pluma de escribano sin más gestación que la de dejar que mis gráciles dedos surquen libremente las teclas de mi ostentoso keyboard), café en mano a la sombra de la terraza del local de restauración más caro de la ciudad, cuando, mientras una periodista de un conocido y reputado medio de comunicación televisivo nacional se interesaba, totalmente en vivo, por las últimas semanas de mi corazón, llegó un zagal de muy poca monta, por decirlo de un modo educado, se me puso justo enfrente, me miró de arriba abajo, seguramente sin conocer y, aún menos, comprender mi identidad, y me lanzó esta enigmática frase:

- Ioputa. Mira que ere orrorozo, cabrón. Máh feo y no nace, mahareta.

Y, acto seguido, salió corriendo.

Mudo quedé, mientras el café chorreaba rumbo a la entrepierna a causa, sin duda, de la momentánea pérdida de agarre de mis otrora gráciles dedos, mientras la inmisericorde cámara seguía con su toma. Aunque he de reconocer que fue aún más espeluznante la oración pronunciada por la periodista, entre risas, ante su micro:

- Está claro: los niños dicen la verdad. Por lo menos el que acaban de ver. Es todo. Hale, devolvemos la conexión.


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