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Había una vez un alfil blanco que estaba orgulloso de su lugar en el tablero de ajedrez. Aunque quizás sería más exacto decir que era orgulloso. De hecho, estaba tan lleno de sí mismo que, poco a poco, creyó poseer el poder para poder gobernar a todas las demás piezas blancas, e incluso se convenció, con no poco esfuerzo y algún título que otro alcanzado en prestigiosas universidades para alfiles, de que era un maestro de la estrategia y la gestión.
Sin embargo, este alfil tan altivo tenía un problema: en su cabezota partida solo cabían dos peones y, caso de tener que pensar en un tercero, debía primero sacar de su mente al segundo. Aunque, si les digo la verdad, esto daba igual, porque él estaba absolutamente persuadido de que podía organizar todos sus peones (ya que, eso sí, suponía que le pertenecían irreparablemente) e incluso las demás piezas, y ganar, sin duda, una partida tras otra con poco sacrificio.
Las dos torres fueron las primeras en protestar. Pero el alfil, que solo se hacía caso a sí mismo, decidió castigarlas, y convenció a los dos peones de las esquinas para que dejaran sus posiciones: las torres blancas fueron inmediatamente destruidas por sus contrarias. Mientras tanto el peón de la reina, que no tenía quien le dijera qué hacer, ya que, como hemos dicho, dentro de la cabeza del alfil no cabían más de dos peones, salió a dar un paseo y cayó bajo las garras de su mortal enemigo, el peón del alfil negro.
Poco preocupó esto a nuestro arrogante personaje. Los caballos blancos intentaron convencerlo de que aquella estrategia, o falta de estrategia, era, según su modesta opinión, muy poco práctica si de lo que se trataba era de ganar la batalla. “¿Cómo os atrevéis a hablarme en ese tono? ¿No veis que todo va perfectamente bien? ¡Además, estáis dirigiéndoos a aquel cuyo nombre y escudo quedarán grabados a fuego en este tablero, y luego en otro, y en otro más, hasta que alcance a tocar el cielo! ¡Tenéis que obedecerme, porque de ello depende vuestro futuro!”, gritó el inmodesto alfil. Los caballos, naturalmente, se alejaron de allí haciendo la ele, y decidieron montar la guerra por su cuenta; pero no pudieron soportar las andanadas de la reina y las torres enemigas, que, trabajando en equipo, los hicieron caer del tablero con relinchos de amargura.
No quedó ahí la cosa. Mientras el cada vez más engreído alfil intentaba convencer a su compañero, el otro alfil blanco, de las bondades de su fatua visión de las cosas, tres peones despistados fueron eliminados sin piedad, ya que, valga la redundancia, hemos de recordar que en la poco estratégica cabeza de aquel endiosado alfil solo cabían dos peones, y parlamentar con otro de sus iguales equivalía, al menos, a dejar de lado a dos de la más baja graduación; o, lo que es lo mismo, todos los peones blancos que quedaban esperaron inútilmente alguna indicación del que, como se ve, no podía darla.
La reina intentó hacer un arriesgado movimiento para proteger al rey, cosa que nuestra ufana ficha vio muy mal. Mientras reprochaba a la soberana sus desplazamientos, uno de los alfiles contrarios clavó una certera saeta en el corazón del otro alfil blanco, que, mientras caía derribado, seguía preguntándose qué era exactamente lo que pretendía haberle dicho su ridículo compañero.
La desesperación inundó el corazón de la reina. Dos peones negros se acercaban sigilosamente junto a un caballo, una torre y la dama enemiga, mientras su presuntuoso alfil blanco, el único que quedaba en pie, le caldeaba la cabeza con un montón de movimientos ineficazmente aristocráticos. Así que, tratando de salvar la partida o, por lo menos, retrasar lo que parecía inevitable, empujó a este delante de los atacantes negros, con el claro propósito de que dieran buena cuenta de él. Sin embargo, los adversarios lo rodearon y se siguieron dirigiendo hacia ella.
- ¿Pero qué hacéis? -les gritaron, a coro, el rey y la reina blancos- ¡Ahí tenéis a ese, destrozadlo!
- De eso nada -les contestó la torre negra, antes de arrastrarse con brío rumbo al jaque mate-. Este mentecato es la única ficha que no podemos matar, porque, gracias a él, que ha sembrado con sal vuestra parte del tablero, nos hemos encontrado, sin esperarlo, con la partida más fácil de la historia. No solo es un inútil: es que, además, se cree un genio. Lo siento, majestades adversarias: lo que está a punto de pasar también es culpa vuestra.
El rey, por supuesto, feneció momentos después que su consorte. Y quedó, justo en mitad del tablero, la soledad del pobre alfil blanco, echando la culpa de tan tremenda hecatombe a todas y cada una de sus demás piezas.