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Foto del escritorLlamas, J.M.

La muerte invisible

Actualizado: 26 abr 2021



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Érase que se era una época inconexamente conectada a todo lo sensible que imaginarse pueda al ritmo de un clic. Acababa de ponerse el sol, pero nuestra fatuamente bella época no se enteró, o tal vez prefirió no enterarse.


De lejos comenzaron a llegar ecos de una muerte sórdida, lenta pero implacable, etérea pero inmisericorde, invisible pero despiadada. Ella, sin embargo, prefirió seguir conectada, confiando en los titilantes rebuznos de los falaces enlaces que informaban de que todo iba bien, de que aquellos ecos eran solo alarmas de sirenas de islas imaginarias, de que ella era invencible y saldría aún más fuerte.


Agarró la impresionante madeja de sus conexiones, se armó de confianza en sí misma y salió a la calle, en plena noche, con sus orejeras bien calzadas. A su alrededor veía muchedumbres que se gritaban alegremente entre la niebla vaporosa de la muerte invisible, jurando y perjurando que no iba a llegar hasta ellas, pero prefirió no mirar. Veía reuniones internacionales o familiares de abrazos y besos de muerte invisible en las que todos se reían al ritmo cínico de los que aseguraban que aquello sería, si acaso, cosa de pocos casos, pero prefirió no mirar. Veía salas de baile repletas de jóvenes transpirando y berreando muerte invisible, agitando tarambanamente mascarillas de adorno, pero prefirió no mirar. Veía miles de personas trabajando con la muerte invisible como compañera de esclavitud, pero prefirió no mirar. Veía féretros en filas interminables por toda la ciudad, pero prefirió no mirar. Veía miles de familias llorando en el silencio de lo más profundo de sus solitarias soledades la pérdida de sus aislados seres queridos, pero prefirió no mirar. Veía las risas de los inútiles juegos del macabro poder moviendo hilos de acusaciones y culpas de ida y vuelta, berreos de expertos en nada y comités de fantasmagóricos ineptos, discursos de líderes con inteligencia de pollo sin cabeza y memoria de pez, pero prefirió asentir y seguir caminando, siempre a lo suyo, siempre segura, siempre creyéndose invencible, siempre conectada a sus fruslerías insustanciales.


A su alrededor ocurría más, mucho más: el estrépito de la caída de todo aquello que había sido construido insolentemente para el ocio y el placer de los pueblos circundantes; el alarido de manos que comprobaban que los ahorros de toda una vida se convertían en ceniza; la miseria de los dueños de ocupaciones que, pareciendo armaduras de acero, cayeron como plomo en el mar, sacudidos por el invierno de la nada y la palma pedigüeña; el fin del gobierno del pueblo que nunca había sido realmente, pero que terminó por dejar de ser al caer en las garras de hienas que pretendían una nación más fuerte solo para los puros como ellos. ¿Y qué hizo nuestra autosuficiente época? Ni pestañeó: prefirió, como siempre, no mirar.


Al fin, antes de llegar al último cruce, sintió ella misma la presencia de la muerte invisible. Tosió, creyendo que había sido solo un mal sueño. Volvió a toser, y el eco de aquel ronquido sordo la trasladó a un rincón sellado de un hospital. Quiso hablar, pero no pudo: el tubo que conectaba su hálito a aquella maldita máquina que inspiraba y espiraba por ella se lo impedía. Quiso comunicarse a través de sus múltiples redes con el personal sanitario que iba y venía, enfundado en capas de material protector, pero ninguno de sus fatuos clics le servía para decir nada realmente importante, allí, boca abajo, observando solo la misma sábana frente a sus ojos en las interminables horas de su interminable agonía.


Deseó entonces advertir a las muchedumbres que, en ella y por ella, seguían paseando con orejeras inmunes a todas las señales de alarma que tantos habían gritado inútilmente. Solo acertó a decir, con el último hálito de sus días, mientras la muerte invisible la besaba con pasión y la acunaba entre sus frías zarpas esqueléticas, las mismas rotas palabras finales que todas las épocas que la habían precedido:


- … no… te vi… venir, … no… te … vi … venir…

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