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La tierra había quedado arrasada; aún echaba humo. Un silencio sepulcral invadió el ambiente, y nada, absolutamente nada, se movía entre las rocas. La vida había dejado de existir en aquel lugar, tras el salvaje ataque del ejército enemigo. El nauseabundo olor a fuego y cenizas de un pueblo masacrado penetraba por los más recónditos rincones del solar en que había quedado convertida la vida de miles de personas.
De lejos empezaron a llegar los sonidos fríos y duros de las botas del ejército vencedor, que pisaba el terreno con la soberbia y el orgullo del que ha cumplido su feroz tarea a la perfección. Entre las nieblas comenzaron a aparecer los soldados, cantando canciones de rimas fáciles, machacando rabiosamente las piedras. Demasiadas vidas exterminadas en pocas horas. Aquel vocerío espasmódico pretendía convertirse en un muro victorioso que borrara la masacre en nombre de una triste libertad.
De repente, los pies dejaron de pisotear el suelo, y las bocas de cantar insultos. Allí, frente a ellos, en alguno de aquellos montículos, se escuchaban voces. Era imposible, nadie había podido quedar con vida; pero sí: se oía, alto y claro, como un eco, la conversación de dos seres invisibles. Corrían de acá para allá, ante ellos, aunque no veían a nadie. La inamovible fila comenzó a vacilar, y las voces danzantes a hacerse más claras; los soldados entendían lo que estaban hablando, como si hubieran quedado atrapados entre dudas, preguntas y anhelos.
– Imagínate… -decía una de las voces- que no nos hubieran matado. Imagínate por un instante, amor mío, que aún siguiéramos con vida. Que pudiéramos, durante otro momento, mirarnos a los ojos y decirnos que el mundo es más hermoso de lo que creíamos antes de encontrarnos; que ningún odio, por fuerte que sea, nos podrá convencer de que amar es imposible.
– Imagina… -dijo la otra voz- que pudiéramos habernos encontrado con nuestros asesinos para decirles que nunca los hemos odiado, que podemos hablar, sonreír, darnos la mano, y que, aunque nos hayan masacrado, no está todo perdido para ellos. Que a alguien se le hubiera ocurrido contarles que matar nos convierte en bestias. Que nos hubiéramos podido abrazar, sin miedo.
– Oh, sí -volvió a canturrear la voz primera-. Debe haber algún lugar en el mundo para la gente que tiene esperanza. Debe existir un oculto rincón, más allá de los jefes y los tiranos del mundo, donde se puedan encontrar razones para creer en lo nuevo. Debemos hallar amor y entrega sobre esta tierra, o estaremos perdidos. Tiene que haber quien quiera vivir y morir, como nosotros, por amor.
Las voces seguían danzando entre los soldados. Pero ahora eran lo único vivo que quedaba en el lugar. Los ruidosos combatientes se habían convertido en estatuas de piedra, horrorizadas ante la maldad, sin ninguna canción, sin ningún arma, sin orgullo alguno que pudiera esconder lo inhumano de su guerra; y sin el más pequeño resto de humildad para aceptar el perdón. Solo las voces de los amantes siguieron, sin parar, creyendo, esperando, hasta que una hierba nueva, minúscula, surgió de entre las piernas de roca que poblaban las colinas.