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Foto del escritorLlamas, J.M.

Mil puestas de sol

Actualizado: 1 may 2021


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A 091, el mejor grupo de rock en español,

que ha llenado las soledades sonoras

de este buscador de señales…

Ya había atardecido en aquella frontera, siempre la misma, siempre distinta. Él, como siempre, sonriente, despidió al astro diurno con los ojos perdidos más allá del horizonte.

Prefería la noche. En las sombras las historias se volvían más dramáticas, pero también más reales. Él, como un faro apagado en mitad del Mar de la Tristeza, conocía los corazones, compartía las desolaciones y los anhelos. Sabía de amores imposibles y terrores presentes, de rencores destructores y reconciliaciones esperanzadoras, de entregas fieles y traiciones asesinas, de bondades acusadoras y maldades redimidas.

Sus ojos negros seguían al viento, unas veces hacia el bosque, otras a través de los campos de cultivo. La espesura le devolvía una mirada llena de miles de criaturas salvajemente cautas, de libertad y ordenado desorden, de mitos y fantasías más reales que la razón, de almas perdidas y encontradas, de antiguas historias siempre nuevas, de oscuridad sonora y tranquilidad inquieta; extraños danzantes guardianes de misterios insondables, risas cristalinas de aguas nacientes, miles de lenguajes entrelazados, llantos de espíritus perdidos en oquedades desconocidas…

La mirada de los campos sembrados era más serena. Brotes nuevos, raíces horadando suavemente la arcilla, mares de espigas meciéndose al ritmo de la brisa, roedores cuchicheando bajo el manto del trigo o la cebada, gentes en camino o perdidas a lo largo de la senda…

Tenía tiempo, mucho tiempo, para pensar: al fin y al cabo, solo debía vigilar aquellas tierras. Mientras las estaciones roían sus pantalones y su camisa, él, con la sonrisa dibujada en el rostro, se acordaba de su creación, hacía ya años, y del Creador de todo, más allá de él, del bosque, de los sembrados y de los que lo trajeron al mundo. ¿Qué pensaría de él? ¿Era aquel murmullo, más adentro y más abajo de todo, su voz? Meditaba también, sin poder evitarlo, sobre la libertad, que él tanto anhelaba, y que tan mal aprovechaban aquellos que la habían recibido como regalo. Otras veces, sobre todo durante el invierno, antes de la salida del Rey del día, se emocionaba con el manto de plata que cubría el suelo, labrado con la escarcha del amanecer, e incluso, sin saber cómo, gruesas lágrimas mojaban sus mejillas anaranjadas.

No sabía por qué le habían puesto aquella calabaza encima de los hombros, aquellos botones por ojos, aquella retorcida sonrisa labrada a cuchillo y aquellas cejas enarcadas, si él no quería asustar a nadie. No sabía quién lo quiso así, pero esperaba que alguien, quizás una hermosa princesa que no había encontrado a ningún encantador príncipe, o tal vez una mujer sin nada que perder y con algo de misericordia, saliera una noche desde la oscuridad del bosque, a la luz de la luna llena, lo mirara con ternura, le susurrara un “te quiero” al oído y lo besara en la boca. Y entonces surgiría, imprevisible, el milagro: sus ojos cobrarían vida, sus piernas se fortalecerían y sus brazos serían capaces de abrazar, y de sus labios, por fin labios, saldrían las únicas palabras que podrían cambiarlo todo: “Gracias. Te quiero, para siempre”.

Y mientras tanto, después de mil puestas de Sol, el espantapájaros, como siempre, seguía allí, testigo mudo de aquel rincón de un mundo que suspiraba por horizontes nuevos.


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