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  • Foto del escritorLlamas, J.M.

El Akefalesto

Actualizado: 27 dic 2021


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En el mundo todo está conectado.

Papa Francisco. Encíclica Laudato Si'.

Quizás todos se pusieron de acuerdo, aunque no lo parecía. O quizás simplemente no se dieron cuenta de aquella forma informe y neblinosa que siempre había estado flotando por los márgenes de las calles y las esquinas, hasta que pareció demasiado tarde.

Aquel demonio expulsado tantas veces de pueblos y ciudades había vuelto, con más fuerza que nunca, y tenía sed de sangre. Su esquelético perfil blancuzco, formado de retazos del poder de los poderosos, la riqueza de los ricos, la imagen de los superficiales, el abismo ansioso del consumismo individualista y el camino muerto del paradigma tecnocrático era una perfecta imitación de los nuevos tiempos: un esbelto cuello sin cabeza, unos dedos, largos y huesudos, terminados en uñas de acero, y unas flacas piernas putrefactamente desnudas se paseaban por las cercanías de las carnes de las personas abandonadas a su suerte con un único fin: arrancar las facciones y dejar un mar de gente sin rostro al paso de los individuos que daban rodeos preocupados de sí mismos. ¿Quién lo había creado, de dónde venía? Ellos lo invocaron, cada uno de sus actos inhumanos le dio forma y, cual Dorian creyendo ser inmortal, caminaron bajo su sombra con la firme infeliz intención de vivir para siempre sin culpa.

Algunos lo llamaban el Monstruo de la Indiferencia. Otros se referían a él como el Ladrón de Caras. Pero nadie se atrevía a pronunciar su nombre, el nombre del horror que asolaba aquella sociedad: el Akefalesto.

Nadie lo conocía, porque todos se negaron a verlo. Cada aislado sujeto se había construido un acartonado muro de ideologías herrumbrosas para guardarse del dolor y el pecado, que siempre pertenecía a los demás. La andrógina voz del Akefalesto había entrado hasta el fondo de las almas para confundir el ser con la posesión, el poseer con la apariencia, el aparentar con el triunfo, el triunfar con el mérito y el merecer con la esencia. Los niños sabían desde muy pequeños que solo vale el que posee, que hay que mostrar lo que es privadamente propio y alcanzar la cima para mirar desde ella a los que han quedado debajo, y que tal único horizonte era lo que debía dar sentido a sus vidas. Y, sin embargo, nada tenía sentido para los que llegaban arriba, y mucho menos para los que se quedaban a medio camino. El Akefalesto seguía robando rostros, y para cada individuo solamente importaba una cosa en el mundo: su propio perfil, elaborado a partir de nadas que formaban un todo.

Aquel demonio estaba vaciando las fuentes de la vida, y los que habían caído bajo su hechizo lamían con la lengua los charcos de residuos de sus putrefactas piernas desnudas mientras olvidaban de dónde venían, adónde iban y por qué estaban allí. Cuanto más profundo era el olvido, más absoluta se volvía la esclavitud, y mayor la falsa sensación de una pesada libertad etérea.

Pero no todos cayeron bajo las garras del Akefalesto. Allá en las Periferias, algunos de entre aquella gente de facciones arrancadas, pobres sin rostro, despertaron, tocados por un Soplo de vida, por una Palabra de verdad, por una Fuente eterna. Abrieron los ojos, miraron a su alrededor y vieron que no estaban solos. Se descubrieron diferentes y supieron que habían sido devueltos a la vida.

Dieron las gracias. Los más fuertes ayudaron a ponerse en pie a los más débiles. Asombrados, escucharon el latido de un mundo del que formaban parte, y sonrieron. Aquella sonrisa alarmó al Akefalesto: algo eterno y desconocido había roto sus planes.

Entonces decidió poner en guardia a sus huestes. Pero no tenía huestes: los individuos hechizados no podían ver a los sin rostro, para ellos simples objetos que usar, y no podían salir de su propio muro de medios sin fin. El Akefalesto gritaba rodeado de su nada, y nada respondía. Fue entonces cuando aquel desierto de pobres huesos abandonados se puso en camino, ya con carne humana, ya con rostro humano, ya con mirada humana, y una inmensa minoría caminó siendo uno, siguiendo la luz del reguero de sangre y agua de una Cruz. Un grito hizo retumbar los cimientos del poder y resquebrajarse aquellas desnudas piernas podridas, un fraterno grito de lucha que se convirtió en alegre canto de esperanza.

Y comenzó una nueva época.


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