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Foto del escritorLlamas, J.M.

Las rendijas del alma

Actualizado: 1 may 2021


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- No ha habido ningún cambio, señor Elpida -dijo la enfermera, bajándose las gafas y mirando por encima de los cristales, con resignación.

- Como todos los días. No hay problema, entro a verla -respondió Pedro, encogiendo los hombros y sonriendo.

- Usted sabe que no va a cambiar. No va a volver. Ya no está ahí. Lo sabe, ¿verdad? -la enfermera se quitó las gafas.

- Vamos, Rosa -Pedro la miró a los ojos-, estamos hablando de Blanca: todavía tiene nombre. Lo dices como si quisieras convencerme de una verdad; pero, siempre que te pregunto, respondes lo mismo: “no”. En fin, te lo preguntaré otra vez: ¿estás absolutamente segura?

- No. Pero hay que decidir -contestó Rosa, frunciendo el ceño.

- Quieres decir que tengo que firmar ese papelito que me ofreces siempre -replicó Pedro, señalando los folios que tenía la enfermera en la mano-, en el que pone que Blanca está desahuciada, que no hay nada que hacer, que he decidido que ha muerto, que hay que inyectarle ese mejunje de nombre cientifiquísimo y terminar con ella. Es eso, ¿no?

- Blanca ya no está ahí -recalcó, cansinamente, Rosa.

- Y tú no puedes asegurármelo -la corrigió Pedro-. Respira sola. No depende de ninguna máquina.

- Pero sabe que es así, en estos casos la esperanza es inútil.

- Lo dices porque estás a ese lado del mostrador. Si tuvieras que firmar la muerte de la única persona que te ha amado hasta más allá del límite, no dirías eso -Pedro se acercó a Rosa y fue bajando la voz hasta dejarla en susurro emocionado.

- No lo sé. Nadie me ha amado así nunca -le respondió Rosa, agachando la vista.

- Pues eso. Voy a verla. Cuando ella decida que ha llegado el momento, lo sabré -concluyó Pedro, dando una palmada.

- Se está usted volviendo loco, señor Elpida.

- Los enamorados estamos locos. Como una maldita cabra, señorita enfermera.

Pedro entró en la habitación, se quitó la chaqueta y se sentó en la cama. Hacía poco que le habían cambiado la ropa. Le habían puesto la bata gris. Le agarró la mano con delicadeza. Se la besó. Luego le besó la frente.

- Hola, mi vida. ¿Cómo estás? Espérame un momento, llego enseguida.

Pedro se acurrucó junto a Blanca. Cerró los ojos. Pasó un tiempo. Escuchó una risa suave.

- ¿Qué haces ahí tumbado? ¡Venga, hombre, no tenemos todo el día!

Abrió los ojos, y se encontró en la colina de siempre. Un cielo resplandeciente, un bosque tupido y rebosante de vida y color, un sendero serpenteante entre rosales y campos de trigo. Blanca lo esperaba, las manos cruzadas, junto al camino, al límite de la foresta.

- Cada día me cuesta más encontrarte, mujer -dijo Pedro, levantándose y sacudiéndose el pantalón.

- Eso es porque cada día estás más viejo. Como sigas así, te vas a perder -le respondió la mujer, guiñándole un ojo y haciéndole burla.

- Ni lo pienses. ¿Dónde vamos hoy?

- He descubierto un sitio nuevo. ¡Una maravilla!

- Madre mía, cada día estás más joven. ¡Te quiero! -exclamó Pedro, mientras se sentía flotar a escasos centímetros del suelo.

- Yo también te quiero. Ya lo sabes -le respondió Blanca, fijando en él sus insondables ojos negros.

- A ver si un día de estos regresas conmigo -le sugirió él, al llegar a su altura.

- Ya veremos. Hoy no. Además, ahí fuera no se puede volar. ¡Vamos, tonto! -le contestó ella, dando un salto y metiéndose de cabeza entre los árboles.

- Ya voy, ya voy.

_____

Pedro repiqueteó con los dedos en el mostrador. Rosa levantó la vista.

- Ya me voy.

- Tres horas ahí dentro. Realmente la ha tenido usted que querer mucho.

- Ya te lo he dicho. Es ella la que me quiere, mucho más de lo que me merezco. Por cierto, me ha dicho que esa bata amarillenta que le ponéis a veces no le gusta. Le sienta mejor el gris. Le hace juego con el pelo, y con los ojos. Además, al volar entre los árboles, se le pega más al cuerpo. La otra tela es demasiado recia, incómoda. En fin, hasta mañana -el hombre repiqueteó otra vez sobre el mostrador, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta.

Rosa no contestó. Se colocó bien las gafas, resopló y siguió rellenando fichas. Miró una última vez al señor Pedro Elpida, antes de que desapareciera de su vista. Una exclamación de incredulidad asombrada salió de sus labios cuando aquella extraña flor, de un azul brillante, cayó del pelo del hombre y se desvaneció en el aire.


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