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El monigote Pepito

Foto del escritor: Llamas, J.M.Llamas, J.M.

Actualizado: 1 may 2021


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José era un niño tímido. Muy tímido. Exageradamente tímido, la verdad. Cada vez que tenía que decir algo en voz alta en mitad de la clase, cosa que ocurría más a menudo de lo que él hubiera querido, se le venía el cielo encima. Se le aceleraba el pulso, sudaba la gota gorda… Se ponía más nervioso, como le decía su amiga Loli, que la bolita de un boli.

Entraba a la escuela en silencio, y salía más en silencio. No es que fuera torpe. Nada de eso. Simplemente, no sabía cómo empezar una conversación, ni cómo continuarla. Mucho menos acabarla, claro está. Cuando le preguntaban algo respondía, y poco más. A eso se reducía su diálogo con los que le rodeaban.

Sus padres, preocupados, lo llevaron a un psicólogo. Una psicóloga, para ser más concretos. Aquella vegana mujer, con el rostro cargado de repetidas manos de maquillaje que intentaban esconder una fealdad a todas luces llamativa, lo miraba siempre con ojos entrecerrados, intentando descubrir algún trauma escondido en los pliegues de la barriga, entre los dedos de las manos o bajo la papada, pero se ve que, al cabo de un tiempo, no pudiendo hallar ninguno, recetó a la madre unas pastillas, para ella, otras para José y una recomendación: “el niño está muy gordo. Debe adelgazar”. José no expresó lo que pasó por su cabeza como respuesta a aquella sentencia, en primer lugar, porque se hubiera puesto coloradísimo, y en segundo porque ambas mujeres, su madre y aquella fea escudriñadora, probablemente lo hubieran castigado durante meses. Así que, bajando la cabeza, aceptó la tortura de una dieta a base de hierba verde y verdura de colores.

El niño estaba cada día peor. No, más gordo no, era imposible después de que sus padres, como viles carceleros, lo dejaran a nada y menos durante almuerzo y cena semana tras semana. Pero sí más callado. Más retraído. Más solitario. Hasta su amiga Loli lo dejó por imposible.

Y entonces, un buen día o, mejor dicho, una buena noche, apareció Pepito. Muchos me han preguntado si Pepito era un grillo, si cantaba, o si le decía a José lo que tenía que hacer. Pues no, ese es otro Pepito.

¿Cómo ocurrió? Aquella noche José andaba especialmente desinteresado por lo que ocurría a su alrededor. Si no hubiera sido así se hubiera dado cuenta de que su madre estaba tirando platos contra la pared, mientras su padre gritaba a pleno pulmón palabras poco edificantes para los oídos de un chaval de nueve años y daba puñetazos cada vez más contundentes contra la mesa. Hasta que, ya con los nudillos en carne viva, se levantó, cogió las llaves del coche y se fue al gimnasio, naturalmente a su sesión cada vez menos semanal y más diaria con una entrenadora, o entrenador, personal, al tiempo que ella se encerraba en su habitación, se ponía sus leggins y se largaba con sus amigas divorciadas al gimnasio. Otro gimnasio, claro.

José quedó solo, todavía con un montón de porquería verde encima del plato justo al lado de otro poco de guarrería naranja y morada. Así que, regresando por fin del lugar de su imaginación al que había huido justo antes de que comenzara la tremenda bronca, miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, se encogió de hombros, cogió un cuchillo jamonero y, sin pensárselo dos veces, se dirigió a la pared blanca del salón que quedaba frente a la tele y se puso a rayar, tranquilamente, un monigote de cabeza ahuevada, enormes ojos redondos, sonrisa irónica, brazos rectos terminados en dedos igualmente rectos, tronco triangular y piernas arqueadas, acabadas en pies planos. Metro y medio de monigote. Cuando terminó se alejó un poco, volvió a acercarse, le cubrió un ojo con un parche, también rayado en plena pared, le puso una espada de cuatro trazos al cinto y un catalejo en la mano izquierda, un sombrero de ala ancha y, orgulloso de su dibujo, bastante más resultón que la horripilante cara de su apestosa psicóloga, agarró un rotulador de esos imborrables y dio un repaso a toda la obra. Seguramente tardó más de una hora, y más de dos, pero cuando terminó seguía solo en el piso. Así que le dijo al monigote:

- Pepito, mañana nos vemos. Tengo sueño. Me voy a dormir.

A la mañana siguiente, José sintió un pinchazo en la mejilla. Abrió los ojos y vio, justo enfrente, la punta de una espada negra.

- Joselito, levanta ese culo gordo de la cama. Nos vamos al cole, compadre.

José abrió mucho la boca, luego los ojos, y después dejó de respirar durante unos segundos. Ante él había un monigote de, chispa más o menos, un metro y medio de alto, que lo miraba con su único ojo negro como la pez.

- ¿Qué te pasa, viejo? -le preguntó el monigote, entornando el ojo.

- Yo… -dijo José.

- Tú… -dijo el monigote.

- Yo… ¿Eres de verdad? -acertó a preguntar el niño.

- Premio a la pregunta tonta del día -respondió el monigote-. “Pepito, mañana nos vemos”. Pues aquí estoy, campeón. ¿Te vas a levantar, o te endiño un mandoble con la espada?

- Pero… Esto es muy raro, ¿no? -se dijo a sí mismo José, observando los trazos del dibujo parlante.

- Sí, claro. Esto es lo raro, por supuesto -repitió el monigote, mirando distraídamente la espada-. No es raro que tu madre haya pasado la noche en… no te digo dónde porque es una sorpresa que seguramente no sabrás nunca, ni que tu padre se haya ti… rado la noche también fuera, ni que la zorra de tu psicóloga haya recibido dos visitas gratuitas de a ver si averiguas quién, una de ellas en plan multitud y vagón de tren trararí – trararí, que ya hay que tener estómago, digo yo, para enganchar a alguien con esa jeta. No. Eso no es raro para nada. Lo raro soy yo. Por cierto, esta espada es bastante mejorable, ¿sabes?

- ¿De qué me estás hablando? No entiendo nada -José entrecerró los ojos, anonadado-. ¿Estoy solo en casa?

- Como la una. Bueno, solo no: estoy yo contigo, por si no te has dado cuenta. Sinceramente, si tu padre y tu madre vuelven será para hacer las maletas. O a lo mejor no, qué sé yo. Yo no sé si tú los entiendes, pero a mí me parece que están como un cencerro. En fin, chavalote: vamos a desayunar algo, que hay que ir al colegio.

- ¿Al colegio? ¡Yo no quiero ir al colegio! -protestó José.

- ¿Cómo que no? Vamos, levanta. Y otra cosa: a partir de hoy, se acabó eso de ir en plan zombi por los pasillos. Aquí entre nosotros, tú eres un tío listo, aunque los niñatos que tienes como papis se empeñen en intentar curarte metiendo el dinero y otras cosillas en las arcas y otros lugares de la Mujer-del-Diván-Incómoda-De-Ver. No estás loco. Vale, ya sé que resulta un poco paradójico que esto te lo diga un monigote de un metro y medio rayado en una pared y retintado con rotulador permanente, pero así es. O sea, que vístete, desayuna bien y vamos, arreando para la clase.

- Es que… ¿En serio eres Pepito? -preguntó José, que todavía no acababa de creer lo que estaba viendo.

- En serio -le contestó Pepito-. En serio del todo no, ya sabes que no se me da bien lo de estar serio, pero sí, soy yo. ¿Qué pasa, no reconoces tus obras, o qué?

José se lavó la cara, se vistió, salió del dormitorio, llegó al salón y miró la pared blanca. Completamente lisa. Ni rastro de las horas de trabajo de la noche anterior. Luego miró al monigote, que le sacó una lengua negra y le dio un coscorrón cariñoso. Desayunó lo que quiso, cogió la mochila y se dispuso a salir.

- Escúchame -le dijo Pepito-. Ahora vamos a hacer una cosa rara de verdad. Tan rara, que todo lo de antes te va a parecer pura coña marinera. Rara, pero necesaria: una especie de acuerdo entre tú y yo. Cuando crucemos esa puerta me voy a meter dentro de ti, y vamos a ser como un equipo: mientras estemos por ahí fuera, siempre que haga falta, hablo yo. Si no, tú mismo. Cuando volvamos a entrar en el piso, salgo fuera y vemos cómo han ido las cosas. Eso sí: no se te vaya a olvidar nunca salir sin llevarme dentro, porque sería un incordio que la gente me viera por ahí a tu lado. ¡Imagínate, un niño hablando con un monigote pirata! Seguro que nos meterían en un manicomio, por lo menos a ti. ¿Qué? ¿Estás de acuerdo?

- Vale, tampoco tengo nada que perder. Por cierto: esta tarde creo que tengo que ir a ver a la psicóloga. Esa mujer me da mucho susto -le dijo José, agachando la cabeza.

- Déjalo en mis manos -le contestó el monigote, poniéndole los dedos planos de la mano derecha sobre el hombro-. Cuando salgamos de su consulta no va a querer volver a cruzar el feo careto contigo nunca más en su vida. Le vamos a decir lo que yo sé y tú todavía no, y se le va a caer el alma, por no decir otra cosa, a los pies. En fin, compañero: ¿preparado para la aventura?

- ¡Preparado! -gritó José.

- ¡Vamos allá! -chilló Pepito, desapareciendo bajo la piel del niño mientras este abría la puerta con un extraño regocijo furioso.


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