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Foto del escritorLlamas, J.M.

Pacotilla

Actualizado: 1 may 2021


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A algunos señores insignes que se empeñan en construir muros y destruir puentes.



Los Distinguidos Doctores Elitistas (usaremos a partir de ahora la científica abreviatura DDE) acuden a su cita con el café en el diario descanso meridiano. Como cada jornada, discuten animadamente sobre ousías, ipóstasis, australopitecus, filosofías del lenguaje, meiosis, teorías de cuerdas, inteligencias emocionales, derivadas, códigos máquina, políticas de consenso, economías de mercado, ecologías globalizadas antisistema y otros objetos de estudio, al alcance solamente de aquellos que jamás han sentido la cruel tenaza del hambre y la miseria entre las conexiones neurológicas de sus abigarrados cerebros o dentro de sus delicados señoriales estómagos.

Pongamos por caso que los DDE que nos ocupan eran autoteólogos que, como cada día, creían poder encerrar el Misterio en grandiosos agujeros abiertos en la playa del Conocimiento. Uno comentaba que tal palabra de tal libro de la Biblia no portaba el sentido exacto que creía atribuirle algún errado investigador, que quizás ocupaba su puesto en un café de cierta ciudad al otro lado del mar, mientras otro mostraba su preocupación por el tenue pero continuo descenso de nivel de precisión en el manejo de las bases estilísticas necesarias para alcanzar una mínima comprensión de las maravillas que cada mañana exhalaba su excepcional inteligencia. Un tercero elaboraba un barroco florilegio de citaciones que iban desde lo culto a lo inconmensurable con el estricto fin de refutar algo que, aunque estaba claro a los ojos de cualquiera, debía ser puesto en duda por aquellos que, siempre desde un humilde orgullo, no eran cualquiera.

Ninguno de ellos vio llegar al hombre cubierto de saco que, extendiendo su mano, parecía pedir algo de limosna por caridad, y que, mirando con ojos infinitos, había bajado hasta colarse en tal conversación autoteológica de imposible altura. Como no parecieron haber percibido su presencia, preguntó, con sencilla autoridad, después de carraspear una o siete veces: - ¿Alguna vez han visto amanecer, o han abrazado a un miserable?

El DDE Segundo respondió, sin dignarse a mirar: - Es ciertamente inconcebible que haya sujetos incapaces de mostrar el más mínimo respeto. No sé dónde vamos a llegar -y siguió desarrollando su ya conocido hilo argumentativo.

El hombre del saco volvió a hablar: - En eso, si me permiten, les puedo ayudar. Sé exactamente dónde van a llegar: a ningún sitio. Y mientras ustedes se pierden en sus estrafalarios laberintos cegados, aquí estoy yo, fuera, en las periferias, esperándolos. Procuren que no se les haga demasiado tarde, señores. Que Dios sea con ustedes, si deciden dejar de ser sus dioses.

En aquel momento, como un furibundo resorte, los tres DDE se volvieron hacia el hombre del saco, justo para ver cómo los saludaba, ya alejándose, con la mano desnuda, atravesada por el agujero de un clavo. El silencio cayó con la fuerza de un mazo de plomo. Tres ridículos personajes de pacotilla se levantaron, pagaron el café, tomaron caminos distintos y, cada uno en una esquina de una calle sin salida, lloraron amargamente mientras cantaba un gallo.


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