top of page

Pontifex maximvs

  • Foto del escritor: Llamas, J.M.
    Llamas, J.M.
  • hace 4 días
  • 3 Min. de lectura
ree


Aquí te puedes bajar el cuento como libro electrónico



(Basado, muy libremente, en algunos textos de Tertuliano,

y en alguna escena de «La vida de Brian»)



Había una vez un pontífice. Eran tiempos de politeísmo, en pleno Imperio romano. Y el pontífice, naturalmente, era el emperador. El emperador pretendía controlar todo a su alrededor, como una especie de tarántula o de pavo viejo, ya sabéis, esas tristes arañas de patas larguísimas que rondan las esquinas de las paredes abandonadas, y que todo fuera un reflejo de sí mismo, porque él, naturalmente, se sentía un dios, y, aunque tenía piel humana, se tiraba pedos humanos y meaba orines humanos, de ninguna manera podía ser humano. Aquel que se atreviera a soltarle a la cara que no era divino, y que, por tanto, no debía ser venerado, ¡a los leones! O, en fin, crucificado, o ¡que le corten la cabeza!


Por eso le daban tanto coraje aquellos hombres llamados «cristianos». Porque ellos se negaban a besar su pseudodivino culo, a quemar incienso ante su espectacular imagen esculpida en mármol, o a obedecer sus omnipotentes decretos. ¡Pero qué poca vergüenza! ¡Incluso se atrevían a decir que las mujeres tenían la misma capacidad que los hombres para buscar la verdad! ¡Con lo que les había costado, generación tras generación, convencer a todos de que el mejor sitio de las señoras era el hogar, por los dioses benditos, y ahora llegaban esos mindundis antisistema a echar abajo las tradiciones de Roma!


Además, es que incluso algunos de ellos se cachondeaban de su genivs, de su héroe protector, Apollo Frigidvs Digitvs, y le decían «Apolo el Frigodedo». ¿Era para echarlos a los leones, o no? ¡Que nada, por más que les metiera hierros candentes debajo de las túnicas, no le hacían ni una puñetera reverencia! Vale, bien es verdad que, en teoría, había que esperar a su muerte para proclamarlo «Divo», pero ¡qué tontería! Si todos sabían que, desde Cayo Julio, que se hizo una estatua a sí mismo, la práctica totalidad de sus predecesores habían considerado que era necesario, para la pax deorvm, que se les venerara ya en vida, aunque se les proclamara divinos tras el STTL, esa frase tan chula que colocaban todos los nobles y, bueno, los poderosos en general, en sus tumbas, «Sit Tibi Terra Levis».


Lo peor, sin duda, era cuando le llegaba algún escrito de uno de esos brutos seguidores de ¡un crucificado!, que encima se creían sabios porque habían aprendido de aquel tal Tertuliano, pitorreándose de su forma de hablar. Más de una vez había estado a punto de hacer obligatoria la ele larga y la erre en forma de jota, para que todo el mundo se expresara como él; sin embargo, su mujer le había dicho que no, que no se lo aconsejaba. ¡Pero imitar, y por escrito, tratándolo como un lerdo, «esa fojma de habllllaj tan imbécilllll, que en toda Joma nadie tiene lllla llllengua más tjapajosa», era para crucificarlos uno detrás de otro a lo largo de la Via Apia!


Tenía que tomar decisiones drásticas. Porque, al fin y al cabo, estas cosas no eran tan peligrosas como las otras: esa idea de «fraternidad» tan tóxica, esa forma de defender a quienes estaban malditos por los dioses, esa tendencia a decir que, para ellos, el que está arriba es el menos importante y los últimos son los primeros, ¡esa abominable afirmación de que ya no había hombre ni mujer, rico ni pobre, esclavo ni libre, porque todos eran uno! ¡Eso podía significar el final del Imperio, por Apollo Frigidvs Digitvs!


Sin embargo, su querida Flavia le había dado una sugerencia que le pareció mucho mejor que la masacre, aunque todavía no descartara esta: en vez de ir a por ellos, los atraería con lazos de poder, y lograría que abandonaran, poco a poco, las maneras de ese tal Jesús de Nazaret, para que, en un futuro, quizás lejano, también sus líderes desearan ser llamados «Pontifex maximvs», y llevar ropajes suntuosos, y dejarse besar los anillos, las manos o el culo, y ocupar los primeros puestos, y procurar que les hicieran reverencias por las calles. Eso sí que sería una venganza de los dioses contra aquel incordio de dios misericordiosillo de ocho cuartos: convertirlos a ellos en politeístas, pero sin que se enteraran. Ahora bien: nadie debía saber que la idea había salido de Flavia. Era suya, solamente suya, del emperador, pontifex maximvs, porque tenía la mente de un ser divino. Qué barbaridad. La siguiente mañana encargaría una estatua nueva de sí mismo, pero esta vez bañada en oro. O de oro macizo: ¡no iba a reparar en gastos!

Comentarios


Málaga, España

SÍGUEME...

  • Facebook - White Circle
  • LinkedIn - White Circle
  • Twitter - White Circle
  • YouTube - White Circle
bottom of page