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Foto del escritorLlamas, J.M.

Mientras cae la noche

Actualizado: 26 abr 2021


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- ¿Y entonces, qué? -preguntó Arturo, dando un puñetazo en la pared.

- Oye, tranquilo, a ver si vas a romper algo -le advirtió Pedro-. Además, ¿entonces, qué de qué?

- ¿Que qué de qué? -volvió a preguntar Arturo, contrariado- ¡Que qué del trabajo de grupo, idiota! Llevamos dos semanas haciendo el tonto aquí, en el garaje de tu casa. El martes tenemos que presentar un estudio, o un yo qué sé, sobre los tipos de plantas de no sé dónde, porque todavía ni nos hemos puesto a pensar en un sitio para ir. Y tú vas y sacas una baraja para jugar un Chinchón -sonrió irónicamente, señalando las cartas que había sobre la mesa.

- Mira, yo no veo que hayan llegado todavía los demás, ¿eh? ¿Tú los ves por algún lado? No, vaya por Dios: estamos solos tú y yo. Lo del Chinchón era por no perder el tiempo, joder -respondió, bufando, Pedro-. En fin, ¿dónde propones tú que vayamos?

- Yo qué sé. Habrá que decidirlo entre todos.

- Vale. Entre todos. ¿Qué pensáis todos? -preguntó Pedro, mirando a derecha e izquierda y cruzándose de brazos. Al poco tiempo empezó a silbar. Iba a soltar alguna ironía pesada, pero lo salvó un golpe en el portón que daba a la calle.

- ¡Abrid, cabrones, que vengo cargada! -gritó Ana María desde fuera.

- Vaya. ¡Ya era hora, Fore! -gritó también Arturo, desde dentro, como respuesta.

- ¡Vete al carajo, Arti, y abre de una puñetera vez! -protestó ella.

Arturo abrió la portezuela que había justo en mitad del portón del garaje. Ante él apareció una muchacha pecosa, con una melena curiosamente despeinada, como si se hubiera echado laca después de haber metido los dedos en un enchufe; camisa y chaqueta gris, pantalón vaquero y botas de clavos.

Arrugó la nariz respingona, echó una mirada adentro y dijo:

- Así que todavía no estáis todos. Pues vaya rollo. En fin, aquí traigo libros, revistas y una idea que se me ha ocurrido mientras… En el váter, vamos.

- Entonces debe ser una idea tela de buena, Fore -ironizó Pedro-. Aquí estamos esperando a que lleguéis todos, porque Arti está que no vive, pensando en el sitio al que tenemos que ir por lo del trabajo. Aunque, la verdad, no tiene ni idea, porque no se decide. Pero claro, si nos suspenden, la culpa será de los demás, no va a ser del empollón.

- Eres un cabrón, Pedrito, me cago en todo lo que se menea -respondió, cruzando los brazos, Arturo.

- Dejaos de tonterías, niñatos, anda -respondió Ana María, mientras tiraba las cosas que traía al suelo-. Se me ha ocurrido una cosita que nos va a ahorrar un montón de trabajo, seguro.

- La Fore y sus “cositas”. ¿Te acuerdas de la última “cosita”? Estuvimos una semana castigados porque nos explotó antes de tiempo -recordó Arturo.

- Culpa tuya, por cierto -replicó la encantadora pecosa-, que eres más inútil que escupir contra el viento.

- Aquí estamos. Perdonad, es que nos tocaba limpiar el mueble bar. Vaya coñazo, qué de tonterías -dijo un chaval gordo y serio, desde la calle, asomando la cabeza por la portezuela abierta. Detrás de él apareció una jovencita muy delgada y muy sonriente.

- Y con los Mellis ya estamos todos. Venga, adentro, que se nos va la tarde -urgió Arturo.

Entraron los Mellis, José y Alicia, y se cerró el portillo de chapa.

- Vamos a ver, coleguitas -dijo Pedro-. Ya sabéis que tenemos un problema gordo: el trabajo ese sobre las plantas, que tenemos que presentar pasado mañana. Y Arti no quiere…

- Eres mú pesao, mamón -refunfuñó Arturo-. Sí, no quiero que me suspendan, ¿vale? Pero no nos van a suspender, ¿no, Fore? ¿Verdad que no? Se le ha ocurrido una cosita que...

- Ahí lo has dado, Arti -contestó Ana María, chasqueando los dedos-. Veréis: nuestro querido profe el Cebolleta seguro que nunca ha ido a la feria del pueblo de mis padres. Y resulta que he encontrado, en el libro de la feria de hace dos años, un anuncio de ¡cinco páginas! del vivero que abrieron, yo qué sé, hace ya tiempo. Total: que solo tenemos que recortar y fotocopiar las fotos, inventarnos una historia, y ya está. Estamos a sábado por la tarde, así que hay tiempo de sobra.

- ¿Estás hablando en serio? -dijo Alicia.

- Bueno, o eso, o ¿qué? -preguntó, como respuesta, Ana María.

- O… Bueno, en realidad a mí me parece bien -contestó encogiendo los hombros, después de unos segundos de silencio, José-. ¿Nos echamos un Chinchoncito primero? -preguntó, señalando la baraja de cartas.

- Puto vago… -protestó su hermana.

- Vale. Da tú otra idea mejor, Chispa -dijo Pedro cansinamente, cruzando los brazos.

- Bueno, tengo unas pocas, pero no quiero que la Fore se sienta mal. Así que, por mí, vamos a por el invento del vivero -respondió Alicia, inclinando la cabeza ante Ana María.

- Estáis de cachondeo, ¿No? A ver, ¿de verdad nos vamos a inventar el trabajo? ¿No sería mejor ir a algún sitio cercano, hacer unas fotos, y, no sé…? -se lamentó, molesto, Arturo.

- Seguramente eso que estás diciendo sería mejor. Pero hay algunos problemillas, Arti -objetó Ana María-. Primero: hay que elegir un sitio cercano. Segundo: hay que coger una cámara. Tercero: hay que comprar un carrete, a no ser que tengáis alguno nuevo por ahí. Cuarto: hay que revelar el carrete… el lunes, porque mañana, te lo recuerdo, es domingo. Quinto: hay que investigar la vida de las plantas de las fotos que hayamos sacado. Y sexto: hay que escribir el trabajo. Para presentarlo el martes.

- Vale, me has convencido. Tráete la máquina de escribir, anda -pidió Arturo a Pedro.

- Eso. Trae a nuestra amiga Elsita, máquina, que teniendo a Elsa y sus teclitas, seguro que vienen las ideas -dijo Alicia.

- Pero que sepáis que no estoy de acuerdo -se quejó nuevamente Arturo, mientras Pedro salía por la puerta del pasillo en busca de la máquina de escribir-. ¿Qué va a ser de nosotros… no sé, dentro de treinta años, si seguimos así, copiando trabajos y pasando tres kilos de todo?

- ¡Oye, oye, oye! -exclamó Alicia, con los brazos en jarra- ¡Habla por ti, pamplinas, que yo he recordado más de una vez, en estas semanas, que había que hacer el trabajito de los cojones! Dos veces, para ser exactos -y, justo después, soltó una risotada.

- Treinta años… Pongamos que sí. Digamos… Dos mil diecisiete, tíos -pensó en alto, mirando al techo, José-. ¿Os lo imagináis? Dos mil diecisiete. La Pandilla del Chorlito se reúne en el garaje del Pedrito, para celebrar el Sobresaliente que les pusieron en aquel trabajo inventado que tuvieron que hacer en el ochenta y ocho para poder aprobar el curso…

- Lo veo muy difícil -dijo Arturo.

- ¿Y eso? -preguntó Ana María, rascándose una oreja.

- Pues no sé -respondió Arturo, pensativo-. Mi abuelo dice que el mundo se va a acabar antes del dos mil, porque ya lo dijo el Señor en la cruz: “Adiós, mundo amargo, por mil y más años”. Así que nos queda poquito de vida.

- ¡No me jodas, Arti! Tu abuelo está como una cabra, tío -dijo José, dándose un manotazo en la frente.

- ¡Mi abuelo no está loco, Canijo! ¡Tu madre sí que es una…! -le gritó Arturo.

- ¡Oye, con mi madre no te metas! -le replicó Alicia- Vale, es un puto sargento, pero cuidadito con meterte con ella, ¿eh?

- ¡Aquí llega nuestra salvación! ¡Abran paso a la grande, a la incomparable, a la… bicolooooor… -llegó la voz de Pedro, desde el pasillo.

- …Elsa, la máquina más rápida del oeste! -terminó Ana María, levantándose de la silla de anea y cabalgando por la habitación mientras se palmeaba el trasero.

- Despejad la mesa, anda -sugirió Pedro, mientras entraba cargando con un maletín negro de plástico y, sobre él, un paquete de folios y un estuche de Naranjito.

- ¡Sórdenes, capitán! ¡Un, dó, ép, aro, cagonsanpeobendito! -gritó José, imitando un saludo militar y luego quitando las herramientas, los periódicos viejos, el par de cajas y la baraja de cartas que había sobre la mesa.

- Por cierto, a ver si me devuelves El Jueves del miércoles pasado, que todavía no me lo he leído, y es mío -le recordó Pedro.

- Vale, vale, tranquilo -le respondió José, enrojeciendo de repente.

Pedro puso el maletín encima de la mesa, colocó a un lado los folios y el estuche, apretó dos botones, levantó la tapa y, ante ellos, apareció una máquina de escribir con la estructura de pasta, con cinta de tinta roja y negra, y un arañazo en una esquina. Aplaudieron, riendo. Pedro metió un folio, y se crujió los dedos.

- Preparado -dijo.

- Vale. Está bien. Tu abuelo no está loco, pero supongamos que el mundo no se acaba antes del año dos mil -le dijo José a Arturo.

- ¿Qué? -preguntó, extrañado, Pedro.

- Estábamos imaginando cómo seremos dentro de treinta años. Dos mil diecisiete, pongamos por caso -le informó José.

- ¿En serio, Canijo? ¿Eso se os ha ocurrido, en el tiempo en que he ido a por esto? -exclamó Pedro- Desde luego, no se os puede dejar solos.

- Venga, vale. A lo mejor mi abuelo no lleva razón. Empieza tú, que has tenido la idea. Vamos a ver… -propuso Arturo- ¿Qué estará haciendo el Canijo cuando nos veamos aquí, dentro de treinta años?

- ¡Joder! ¡Tendremos más de cuarenta tacos! ¡Qué ruina! -exclamó Ana María, tirándose de los pelos.

- Oh, seguramente no se llamará el Canijo, sino don José -dijo Alicia, muy seria-. Y se habrá casado. Y tendrá dos o tres hijos. ¡Tan cabrones como nosotros! -y se echó a reír de nuevo.

- ¡Venga ya! ¿En serio creéis que voy a cambiar tanto? Don José. Me dan ganas de vomitar… -dijo José, muy serio- No sé: me gustaría hacer algo de provecho.

- Toma, y a mí, no te jode. Para empezar, podrías inventar tu parte del trabajo. Se te da bien, y nos vendría de puta madre -le dijo Arturo.

- ¡Vaya! Arti será, como siga así, un banquero de mierda, o un gran ejecutivo de una empresa enorme con mucha gente a la que mandar: ¡tú, haz esto! ¡Tú, haz aquello! -dijo Ana María.

- ¿Seguro? ¡Qué va! -contestó él.

- Oh, eres el que tiene más posibilidades, tío. Eres el empollón. Lo siento -le dijo Pedro, dándole una palmada en la espalda.

- El empollón. ¿Os acordáis de aquella vez -preguntó José- que nos pillaron los cabrones que se picaban en la casa abandonada de la vía, y querían obligarnos a que nos escupiéramos unos a otros y nos quedáramos en calzoncillos, y el Arti se cagó vivo y…? ¡Qué pestazo más grande! ¡Eso sí: nos salvaste la vida, se pusieron todos a vomitar y nos fuimos corriendo, que parecía que nos perseguía el diablo!

- Gracias por recordarlo, mamón -se quejó Arturo, rojo como un tomate-. Pues que sepáis que no he vuelto a cagarme encima -todos se desternillaron de risa.

- Eso fue antes de que llegáramos nosotras, ¿no? Porque yo no me acuerdo de nada -sugirió Alicia, todavía riendo, limpiándose las lágrimas que le caían por las mejillas.

- Ya te digo: hará por lo menos cuatro años de aquello. Cómo pasa el tiempo… -asintió José.

- Pues ya no se te va a olvidar, seguro -gruñó Arturo.

Después se hizo el silencio.

- Yo, si os digo la verdad -dijo Ana María, cruzándose de brazos-, en dos mil diecisiete creo que tendré un pedazo de moto voladora. Me subiré en ella, me iré escuchando los The Cure carretera adelante, y llegaré hasta el final del mundo.

- Sí, concretamente ese coñazo de canción por la que te pusimos el mote, ¿verdad, Fore? -añadió Arturo, sacándole la lengua.

-Muy gracioso. Pues cuando sea cantante y saque mi primera cinta, o disco, o uno de esos chiquititos nuevos, o lo que sea que haya entonces para escuchar música, y triunfe en Los 40, te lo voy a dedicar, para que veas -le respondió Ana María, señalándolo-: al Arti el banquero, el malafollá.

- ¡Otra vez! ¡Que no quiero ser banquero!

- ¿Y qué quieres ser, entonces?

- Pues no sé. Nunca lo he pensado -reconoció Arturo.

- ¿Nunca lo has pensado? La verdad es que yo tampoco -reconoció Alicia.

- Yo sí -dijo José-. A mí me gustaría escribir. Una historia chula. ¡Y firmaré como el Canijo, no como don José!

Todos volvieron a reír a carcajadas.

- Seguramente estaremos trabajando en lo primero que pillemos por ahí. Quién sabe. Lo mismo hay una crisis horrible, y la sociedad se va a la mierda -dijo Pedro.

- Joder, Pedrito. En este plan, tú lo que vas a ser es un cenizo, seas lo que seas -le espetó Alicia-. Yo lo que espero es que no seamos como nuestros padres. ¡Toda la puta vida trabajando! Yo quiero pasármelo bien, en serio.

- En fin, Chispa: por lo pronto, aquí está esta mierda de folio en blanco, que hay que rellenar -recordó Arturo-. Así que yo propongo que, mientras cae la noche y decidimos qué esperamos de la vida, escribamos ideas en sucio para el trabajo, cada uno por libre, y luego las juntemos. Como hacemos siempre. Ya casi nos sale solo. Coño, que podríamos formar una compañía y dar un pelotazo por ahí. Somos un equipazo, aunque tengamos que inventarnos las cosas para ir tirando…

Así pues, se pusieron manos a la obra, y sí, lograron imaginar un trabajo, a partir del anuncio de un vivero, que les supuso un Sobresaliente, el único de aquel curso para alguno de ellos.

Mucho tiempo después uno de la Pandilla del Chorlito tuvo la brillante idea de volver a reunir a los otros cuatro, y justo al cumplirse treinta años desde aquella tarde, un dieciséis de noviembre, quedaron en la puerta del garaje, que ya no era un garaje, ni la casa de los padres del Pedrito.

Eso sí: la Fore no llegó en su moto voladora, sino en su coche, acompañada de su marido y sus tres hijos, y preocupada por las finanzas de su empresa. El Arti apareció dos horas más tarde, protestando porque le había tocado el primer turno en el bar, y no pudo salir hasta haber limpiado la máquina del café. El Pedrito vino acompañado de la Chispa, que trabaja en un hogar de Cáritas para gente sin techo, y lo está ayudando a salir del alcoholismo. El pobre no puede ir a ningún sitio solo.

Nos hemos vuelto a encontrar, todos, por fin. Hacía ríos de tiempo desde la última vez. Hemos reído con aquella ocurrencia de la moto voladora, desde luego, sobre todo los tres niños de la Fore: se han quedado con la boca abierta cuando se han enterado de las pintas que tenía su madre cuando era una muchacha. Nos ha sorprendido recordar lo que en aquel pasado, hace treinta años, imaginamos sobre el presente. Ha sido extraño: como despertar de un sueño maravilloso en mitad de una noche fría, y descubrir que las sábanas no alcanzan a cubrir todo el cuerpo…

Gracias por vuestra vida, amigos. Porque, a pesar del tiempo, sois.

El Canijo.


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